La mujer, un pilar en la construcción de la Iglesia y de la sociedad en América Latina

Discursos del Cardenal Marc Ouellet, P.S.S., y del Prof. Guzmán M. Carriquiry Lecour durante los trabajos de la Asamblea Plenaria de la Comisión Pontificia para América Latina, 15.03.2018

Del 6 al 9 de marzo, ha tenido lugar en el Palacio Apostólico del Vaticano  la Asamblea Plenaria de la Comisión Pontificia para América Latina (CAL) dedicada al tema “La mujer, un pilar en la construcción de la Iglesia y de la sociedad en América Latina”.

Publicamos a continuación los discursos pronunciados durante los trabajos por S.E. el  cardenal Marc Ouellet, PSS, Prefecto de la Congregación de los Obispos y Presidente de la Comisión Pontificia para América Latina, y del Prof. Guzmán M. Carriquiry Lecour, Secretario de la CAL.

Discurso de S.E. el cardenal  Marc Ouellet, P.S.S.

LA MUJER A LA LUZ DE LA TRINIDAD Y DE MARIA-IGLESIA

            Actualmente se admite de buen grado la necesidad de un reconocimiento teológico y práctico más concreto de la mujer en la Iglesia y en nuestra sociedad[1]. El Papa Francisco lo ha reiterado en numerosas ocasiones siguiendo a sus predecesores, pero la ejecución de prácticas eclesiales más abiertas a su presencia e influencia[2] tarda en realizarse por razones que no son solamente de orden histórico y cultural.

            Dejo a otros el análisis sociológico e histórico del problema para concentrarme en la investigación teológica que debe hacer su parte en este tema, con el fin de eliminar cuanto obstaculiza la promoción de la mujer y valorizar su dignidad a partir de las fuentes de la revelación cristiana. De hecho, siguiendo las brechas abiertas por la exégesis contemporánea y las intuiciones del santo Papa Juan Pablo II, es posible profundizar el “misterio y los ministerios de la mujer”[3] en el designio de Dios, a partir de la persona del Espíritu Santo como Amor recíproco del Padre y del Hijo en la Trinidad, y así fundamentar mejor su dignidad y su papel tanto en la Iglesia como en la sociedad.

            La cuestión debatida de la ordenación sacerdotal reservada a los varones ha hecho correr ríos de tinta y continúa suscitando la crítica de los adeptos a una concepción absolutamente paritaria de la igualdad entre el hombre y la mujer, desde el punto de vista de los roles que se les asignan en los diferentes ámbitos culturales. No discutiré aquí la cuestión concreta del ministerio ordenado para la mujer, para concentrarme en el fundamento teológico del “misterio” de la mujer a la luz de la Trinidad y de la relación nupcial de Cristo y la Iglesia.

            De entrada me inclino entonces por un método teológico que parte de la revelación de la Trinidad en Jesucristo, para comprender a la mujer, creada a imagen y semejanza de Dios, con la ayuda de la exégesis contemporánea acerca la Imago Deila cual restaura la legitimidad y el valor de la analogía entre la Trinidad y la familia[4], no obstante una fuerte tradición contraria. Concedo sin embargo a esta analogía una importancia relativa en relación con el conocimiento de Dios que nos viene fundamentalmente de la Persona de Jesucristo en su misterio de la encarnación redentora. La analogía familiar aporta un complemento nada despreciable a la inteligencia del misterio trinitario, pero su valor estriba más en su significado antropológico. El Papa Francisco se refiere a esto numerosas veces en su Exhortación Apostólica Amoris laetitia: «El Dios Trinidad es comunión de amor, y la familia es su reflejo vivo. Las palabras de san Juan Pablo II nos iluminan: ‘Nuestro Dios, en su misterio más íntimo, no es una soledad, sino una familia, puesto que él lleva en sí mismo la paternidad, la filiación y la esencia de la familia que es el amor. Este amor, en la familia divina, es el Espíritu Santo’[5]. La familia, de hecho, no es ajena a la esencia divina misma. Este aspecto trinitario de la pareja encuentra una nueva imagen en la teología paulina cuando el Apóstol la pone en relación con el «misterio » de la unión entre Cristo y la Iglesia (cf. Ef 5, 21-33)»[6].

            Añado una última premisa que me parece importante para indicar el centro y el corazón de nuestra reflexión, a saber, el fundamento arquetípico de la mujer en la Trinidad, que es imposible de determinar sin una teología de la Alianza que abarque el entero designio de Dios sobre la humanidad y el cosmos. A menudo este marco global hace falta en la reflexión teológica. Hans Urs von Balthasar insiste en este punto en su estética teológica, donde describe la manifestación de Dios al hombre en Jesucristo como misterio nupcial: «Hay una relación última esponsal y de alianza entre Dios y el mundo en cuanto tal (cf. la alianza de Noé) y la hay desde el principio en virtud del Logos que media en la obra de la creación, del Espíritu que se cierne sobre las “aguas”, y del Padre que hace al hombre, en la reciprocidad de macho y hembra, a imagen y semejanza de Dios, de un Dios que en su eterno misterio trinitario está ya configurado de un modo esponsal»[7].

            Esta última afirmación, bastante audaz e innovadora respecto a la Tradición, representa un desafío para el pensamiento teológico en general y para la teología de la mujer en particular, porque plantea ya indirectamente la cuestión teológica del fundamento trinitario de la diferencia sexual. ¿Qué significa entonces esta relación nupcial interna a la Trinidad? ¿Habría un arquetipo de la mujer en el misterio íntimo de Dios? ¿Podemos apoyarnos en la teología de la Imago Dei para afirmarlo? ¿Cómo no caer entonces en el grosero antropomorfismo, típico de ciertas religiones, que consiste en proyectar en Dios la sexualidad humana? Estas preguntas son hoy en día más relevantes que nunca y tienen graves implicaciones para el significado de la sexualidad, los valores del amor, la apertura a la fecundidad, el respeto a la vida, la educación y la vida en sociedad. Porque el ámbito de la sexualidad, a pesar de los avances del conocimiento científico, parece más confuso que nunca y el tabú permanece, más o menos tácito, y se relaciona con Dios solamente desde el punto de vista moral. Razón de más para volver a poner sobre la mesa las cuestiones candentes de la actualidad: la mujer, la diferencia sexual, la familia, la fecundidad, el futuro del cristianismo, en un mundo cada vez más secularizado y antropológicamente incierto y confuso. La Iglesia católica se ha preocupado intensamente de esto desde el Concilio Vaticano II, consciente de tener que superar algunos retrasos, pero también de servir a un Evangelio profético destinado al mundo.

  1. La exégesis contemporánea de la Imago Dei y sus implicaciones para la inteligencia del misterio trinitario y de la dignidad de la mujer

            Comencemos por hacer un resumen sobre la doctrina de la Imago Dei, replanteada en nuestra época gracias a los progresos de la exégesis. El status quaestionis se encuentra bien resumido por Blanca Castilla de Cortázar, quien recurre al pensamiento liberador del papa Juan Pablo II frente a las interpretaciones históricas y culturales de la imagen de Dios en el hombre: «Haciendo un poco de historia, en la tradición judía se consideró que solo el varón era imagen de Dios, mientras que la mujer era derivada. Esto ha justificado la situación subordinada de la mujer en el mundo judío y musulmán en los que (sobre todo en este último) aun hoy se encuentra encerrada»[8].

            El cristianismo aportó una liberación de principio a esta subordinación de la mujer, gracias a la actitud innovadora de Jesucristo respecto a las mujeres y a su impacto sobre su papel activo en la Iglesia de los orígenes, como lo atestigua el Nuevo Testamento[9]. Basta mencionar las escenas de la Samaritana, la mujer adúltera, la prostituta en lágrimas a sus pies, la unción de Betania, la primera aparición a María Magdalena, etc., para simbolizar la apertura de una nueva era en el reconocimiento de la dignidad de la mujer y de su igualdad con el hombre.

            Los siglos posteriores asimilaron lentamente, y no sin notables resistencias culturales, la revolución de Jesús respecto a la mujer. En el capítulo que trata precisamente de la interpretación de la imagen de Dios, la Carta de Pablo a los Corintios, por ejemplo, permanece condicionada por la cultura circundante, que subordinaba la mujer al hombre: “El hombre… es la imagen y el reflejo de Dios, mientras que la mujer es el reflejo del hombre” (1Cor 11, 7). De ahí las instrucciones de Pablo para que las mujeres se cubrieran con el velo y permanecieran calladas en la asamblea.

            Se superarán poco a poco las influencias culturales que afectan el reconocimiento de la igualdad del hombre y de la mujer, si se desarrolla la idea de que la imagen de Dios está en el alma únicamente cuando se la considera asexuada, en razón de las facultades espirituales de conocimiento y amor, de inteligencia y voluntad, comunes a los dos. Esto hará progresar la afirmación de que el hombre y la mujer, como miembros de la especie humana, son ambos igualmente imágenes de Dios, pero separadamente e independientemente de su sexo. Habrá que esperar el Siglo XX para que la pareja humana, con la diferencia hombre-mujer, sea incluida en la imagen de Dios. Juan Pablo II dará a este aspecto un desarrollo magisterial decisivo en sus catequesis sobre la “teología del cuerpo” y en su Encíclica Mulieris Dignitatem, donde habla de la imagen de Dios en el hombre como Imago Trinitatis, “la unidad de dos” siendo contemplada a la luz de “la unidad de tres” de la comunión trinitaria[10]. De esta manera, él dio un impulso fundamental para una teología de la familia.

            Al término de su status quaestionis, Castilla de Cortázar señala algunas cuestiones pertinentes para la profundización de la teología de la mujer a la luz de la Trinidad. Ella se pregunta cómo identificar el arquetipo trinitario, no solamente de la mujer, sino más específicamente de su cualidad de esposa y de madre. Juan Pablo II dio un gran paso adelante, precisando la analogía entre la familia y la Trinidad en términos de communio personarum, pero no especificó, sin embargo, la relación entre las personas divinas y la distinción hombre-mujer. No obstante, él indicó la relación íntima entre el Espíritu Santo como amor que da vida, y la mujer que da la vida. La obra está entonces abierta a nuevos desarrollos, pero la tarea no es fácil, dado el peso de la tradición y la tendencia, aún fuerte en el mismo Louis Bouyer[11], a descartar toda dimensión nupcial en la Trinidad por temor al antropomorfismo y por respeto a la absoluta trascendencia de Dios. Superar este temor exige una exégesis rigurosa del texto del Génesis, acompañada por una teología del designio de Dios como misterio de Alianza que compromete la comunión de las Personas trinitarias en la relación nupcial de Cristo y de la Iglesia.

            Sobre esta base aún por desarrollar positiva y especulativamente, anticipo un SÍ sin reserva a la cuestión del arquetipo de la diferencia sexual en Dios mismo, y por lo mismo, a la cuestión del fundamento trinitario de la dignidad de la mujer. La noción de nupcialidad que guía mi reflexión estriba en tres conceptos que expresan lo esencial del amor: don, reciprocidad, fecundidad. Esta noción se aplica analógicamente a diversos ordenes de realidad: a la pareja hombre-mujer, a la relación Cristo-Iglesia, y a las Personas divinas[12]. Así se prolonga la visión del santo papa de la familia, que dando un nuevo frescor a la analogía trinitaria de la familia, interpreta la Imago Dei como Imago Trinitatis, completando con ello, de manera feliz y fecunda, la doctrina tradicional de la imagen de Dios. Hasta el momento, en efecto, esta se limitaba a la semejanza entre la naturaleza racional del hombre con sus facultades espirituales, y la naturaleza divina, eminentemente espiritual por una parte y, por otra, con las procesiones trinitarias: el Hijo procediendo del Padre como Verbo, y el Espíritu Santo procediendo del Padre y del Hijo como Amor. Evidentemente hablar de analogía no significa hablar de univocidad, por consiguiente la semejanza evocada es matizada por la más grande desemejanza que se impone siempre en toda comparación entre el Creador y su criatura (DS 806)[13]. La cuestión es entonces compleja y delicada e invita a integrar las perspectivas complementarias más que a oponerlas[14]. Consideremos sobretodo que los avances contemporáneos ofrecen perspectivas amplias y fecundas para repensar la persona, la relación hombre-mujer y el misterio de Dios a partir del Amor como Don[15].

Algunas indicaciones exegéticas

            Más allá de las interpretaciones clásicas de Gen 1,26-27[16], una mayoría de exégetas ve la semejanza en el hecho «que Adán es el representante real de Dios mismo, encarnando y ejerciendo su autoridad sobre la tierra y sobre todo lo que vive»[17]. Otro grupo sostiene con Claude Westermann que «la imagen de Dios debe encontrarse en la capacidad de relación con Dios que el hombre recibe de él»[18]. Bien comprendida en su contexto, la narración de la creación del hombre expresaría la voluntad de Dios de darse un compañero capaz de dialogar con él. Lo más interesante para nuestro propósito es constatar que la exégesis de Gen 1,26-27, según la tradición sacerdotal, traza los puntos en el sentido de una integración de la relación hombre-mujer al interior de la imagen-semejanza.

            En efecto, si en lugar de separar ambos relatos de la creación, se ilumina el primero con el segundo, Gen 2,18-24[19], y con Gen 5,3, se tiene que la reciprocidad varón-hembra, a imagen-semejanza de Dios, le permite al hombre representarlo sobre la tierra e imitarlo, participando de su poder creador. La insistencia de la tradición sacerdotal sobre la diferencia corporal de los sexos pretende así expresar el carácter fundamentalmente relacional del ser humano, sobre el plano horizontal de la relación entre el hombre el mujer, así como sobre el plano vertical de la relación con Dios. Régine Hinschberber llega a la conclusión de que Gen 1,26 sugiere «una relación de semejanza entre Dios que crea y el hombre, varón y hembra, que, bendecido por él, procrea»[20]. Así la expresión “Dios hizo al hombre a su semejanza” significaría que Él lo hizo «para ser fecundo como él»[21].

            Está claro que el Génesis no explicita esta analogía en cuanto a la correspondencia de los miembros de la familia en relación con las Personas de la Trinidad. La exégesis de la imagen-semejanza pone solamente en relación dialogal una pareja fecunda y un “nosotros” divino (“Hagamos al hombre…”) indeterminado, manifestando su poder creador en la unión procreativa. Esta perspectiva dinámica de la imagen que actualiza su semejanza por la vía de la unión procreadora, encaja por otro lado muy bien con la idea de alianza, de la cual la historia de Israel es la expresión privilegiada. El mensaje del Génesis consiste entonces en que esta estructura de alianza se inscribe ya en la complementariedad hombre-mujer, cuya reciprocidad fecunda se asemeja y corresponde al don del Creador. Cuando Eva dio a luz a su primer hijo, exclamó: «Procreé un hombre con el Señor» (Gen 4,1), destacando la intervención creadora de Dios en el don de la vida. Tomada en toda su amplitud, esta historia de alianza, ya inscrita en la creación de Adán y Eva, culmina en Cristo, el nuevo Adán, del cual el primero es la figura. En efecto, él es por excelencia «la imagen de Dios» (2Cor 4,4), «la imagen del Dios invisible» (Col 1,15). Es entonces en él que la analogía familiar de la Trinidad alcanza su apogeo, y encuentra al mismo tiempo su superación hacia una analogía más profunda, fundada no solamente sobre la acción creadora de Dios, sino sobre el don de la Gracia y de la virginidad, una forma más alta de nupcialidad.

Esbozo de reflexión teológica

            En el plano especulativo, si tomamos como punto de partida el Amor como revelación suprema de Dios en Jesucristo, podemos tratar de comprender este Amor a partir de las Personas divinas como «relaciones subsistentes» (Tomás de Aquino), porque coincide con ellas, y no tiene otra realidad aparte de su absoluta y asimétrica reciprocidad. Tradicionalmente, las Personas divinas se comprenden distinguiéndose por el orden de las procesiones, y por la oposición de relaciones recíprocas en el Amor, según tres formas totalmente distintas en Dios. Dios es Amor en cuanto Padre que engendra al Hijo consubstancial; es también el Amor engendrado que responde al Padre según su propio modo filial, reconociendo en Él su fuente y su término; es finalmente el Amor que procede de la reciprocidad del Padre y del Hijo, como Tercero que es Amor-comunión, la hipóstasis distinta de la reciprocidad en cuanto tal; no otro hijo o hija en la modalidad de los otros dos, sino un “nosotros” que incluye a los dos, mientras que se distinguen absolutamente. De ahí los tres modos de amar en la Trinidad que expresan tres Personas completamente distintas y correlativas: el Amor paternal, el Amor filial, y me atrevo a calificar el tercero de Amor nupcial, a partir del hecho de que no es solo una reciprocidad entre dos sino entre tres, siendo el Espíritu un Tercero distinto que procede por modo de fecundidad de la reciprocidad, lo que le da esencial y personalmente derecho de ciudadanía en la triple y divina correlación del Amor.

            En la experiencia humana, el niño, como hipóstasis de la reciprocidad de amor, es el fruto del amor conyugal, que es también una reciprocidad de tres ya que, si se hace abstracción del carácter fortuito de la generación y del factor temporal de su desarrollo, el niño pertenece intrínsecamente a la naturaleza misma de la donación mutua de los cónyuges (Balthasar). Él es un tercero en el intercambio de amor nupcial-conyugal en el seno de una misma naturaleza, lo que no es el caso en ninguna otra relación afectiva. Ni la relación paternal-filial, ni la relación filial-maternal, ni las relaciones fraternales o de amistad hacen nacer un tercero carnal de igual naturaleza. En cierto modo, el niño es un co-principio del amor de los esposos como fin intrínseco de su entrega mutua, aunque subjetivamente se puedan unir sin la intención explícita de la fecundidad.

            Hemos nombrado antes al Espíritu Santo como el arquetipo del amor nupcial en Dios ya que Él es el «Nosotros» distinto en el Amor recíproco del Padre y del Hijo. Un Nosotros en Quien el Padre y el Hijo se aman con un Amor paternal y filial conforme a su propiedad personal, pero también se aman con un “exceso” (surplus) de Amor que viene del Tercero, que enriquece por consiguiente sus relaciones, y nos permite calificar su fecundidad en Él como Amor nupcial. La dimensión nupcial, a primera vista ajena a la relación Padre-Hijo, es debida exclusivamente al Espíritu y no puede proceder más que de Él como hipóstasis propia de la reciprocidad. Además de la hipóstasis del don generador y de la hipóstasis de la reciprocidad fecunda, existe la hipóstasis de la reciprocidad-comunión. Es por esto que podemos decir que la Persona del Espíritu produce (engendra) en cierto modo un exceso de Amor en Dios, que sobre-califica las relaciones Padre-Hijo con otra nueva fecundidad que les es intrínseca, pero que les es irreductible debido a la propiedad personal del Espíritu.

            Considero pues perfectamente justificado designar al Espíritu Santo como el Amor nupcial en Dios, retomando y profundizando la intuición de Agustín sobre el Espíritu como amor mutuo. Porque el Espíritu Santo es Amor de una manera que le es única, personal, en Dios que no es más que Amor. Su papel de «vínculo» de amor entre el Padre y el Hijo, íntimo pero distinto, los enriquece de tal manera que se debe reconocer la fecundidad que le es propia caracterizándola de «nupcial» y «maternal». En resumen, para concluir, esta manera de distinguir los tres tipos de hipóstasis en Dios a partir del Amor, me parece que va en armonía con su Nombre propio de «Espíritu de Verdad», porque la Verdad es el Amor consubstancial de las Tres Personas divinas que Él confirma en Sí mismo en su calidad de sigilo de la Unidad divina como Amor.

  1. La Economía del Misterio nupcial trinitario como misterio nupcial de Cristo y de la Iglesia

            La hipótesis de partida de un arquetipo de la diferencia sexual en Dios supone, habíamos dicho, una teología de la Alianza donde Dios predestina la humanidad en Cristo a llegar a ser «partícipe de la naturaleza divina», que es el Amor eterno de las Personas trinitarias. Este designio divino se cumple perfectamente en Cristo como «misterio nupcial», porque toda su trayectoria terrestre de encarnación es un connubium entre la divinidad y la humanidad. Su misión redentora hasta el sacrificio supremo revela en efecto el Amor del Padre hacia la humanidad, y su resurrección de entre los muertos confirma el Amor del Padre hacia su propio Hijo, ascendido a su derecha, y hacia la humanidad reconciliada y santificada, por el Don y efusión del Santo Espíritu. La resurrección de Cristo y el don del Espíritu son la prueba del éxito del proyecto de Dios como misterio de Alianza; pero la pregunta queda, a saber, cómo podemos inferir de esto que exista un misterio nupcial interno a la Trinidad?

            Podemos lograrlo releyendo en términos más explícitamente nupciales las relaciones intra-trinitarias que se desarrollan en la economía de la salvación. En efecto, el misterio de la encarnación consiste en la generación del Hijo en la carne por la mediación del Espíritu Santo; esta generación se expresa de parte del Hijo como obediencia de amor al Padre hasta la muerte de Cruz, de donde Cristo resurge de los infiernos en virtud del Beso de Resurrección que recibe del Espíritu del Padre, como Amor nupcial confirmando su Filiación divina en su carne resucitada (Rom 1,4) y haciéndola capaz de difundir el Espíritu de vida sobre toda carne. El momento de la procesión del Espíritu en la Trinidad inmanente corresponde al momento de la resurrección en la economía de la salvación: Cristo resucitado es el Esposo humano-divino que sale victorioso de la alcoba nupcial; ya que la generación del Hijo en la carne llega allí a su término, en la fecundidad recíproca del Padre y del Hijo que co-espira el Espíritu de Amor en la economía de la salvación; primero en la carne de Cristo Resucitado y, a través de él, en toda la humanidad redimida, convertida en Él y por Él, en interlocutor fecundo del misterio de la Alianza. En otras palabras, el acontecimiento de la encarnación como misterio de Alianza es la traducción perfecta, en la economía, del misterio nupcial de la Trinidad inmanente. El orden de las procesiones trinitarias es respetado en el sentido que la generación del Hijo precede y hace posible la procesión del Espíritu, que precisamente se realiza como sello nupcial en el connubium histórico y escatológico de ambas naturalezas de Cristo en su vida-muerte-resurrección. Esta efusión íntima y fecunda del Amor trinitario en la encarnación del Hijo culmina en la Eucaristía, misterio nupcial por excelencia de Cristo y de la Iglesia.

            Después de esta visión general del plan divino, debemos detenernos en la figura del Espíritu que se convierte en el gran protagonista de la encarnación del Amor trinitario después de la resurrección de Cristo, pero de acuerdo con su propio modo de ser que es de comunión. Por eso Él es el gran actor y animador de la respuesta de la Iglesia Cuerpo y Esposa de Cristo al don de la comunión trinitaria. Como en la Trinidad inmanente, su acción en la economía es comunional y más precisamente nupcial y maternal. Él da la Vida divina, comenzando con la maternidad divina de la Virgen María que acompaña prolongándola en su maternidad espiritual en la Cruz y en Pentecostés[22]. El Espíritu dona también la estructura jerárquica de la Iglesia como la representación de Cristo Cabeza y Esposo al servicio de la comunión del pueblo de Dios, que él enriquece aún con múltiples dones y carismas. Al hacerlo, el Espíritu se manifiesta como Aquel que da la vida divina, uniendo y distinguiendo, salvaguardando siempre las diferencias para que la unión sea de comunión y no de uniformidad. Como en la Santísima Trinidad donde la Persona del Espíritu corona la unidad divina, la Tri-Unidad, consagrando la diferencia absoluta de las Tres Personas trinitarias. Cada una es Persona según su modo propio pero siempre consubstancial con los Demás en el Amor absoluto. No hay tres Personas idénticas y uniformes en la Santísima Trinidad, sino tres Personas cuya propiedad personal realiza una manera de ser Amor en Dios completamente diferente, pero en la unidad de la misma naturaleza: el Amor paternal, el Amor filial, y el Amor nupcial.

            Detengámonos ahora en el arquetipo de la maternidad en Dios que la Tradición tiende a situar también en el Espíritu Santo. En efecto, Él es confesado en el Credo como aquel que «da la vida», y es descrito en la Santa Escritura como cercano a la Mujer, sea de la Virgen María en todo su misterio, desde la Anunciación hasta Pentecostés y la Asunción, sea de la Esposa del Apocalipsis con la cual aspira el regreso del Señor Jesús (Ap 22,17). Esta proximidad del Espíritu y de la Mujer no es como la de un Esposo, sino es aún más íntima, como el “Nosotros” en Quien se cumple el misterio nupcial, a pesar de la inadecuada opinión medieval del Espíritu como el Esposo de la Virgen. El Espíritu no es el que desposa, Él es Aquel en Quien y por (para) Quien los esponsales del Verbo de Dios y de la humanidad se realizan en el seno de la Virgen María. El Espíritu mediatiza estos esponsales en cuanto amor nupcial y maternal que vehicula la semilla del Padre, y que conjuga las dos naturalezas del Verbo encarnado en el seno virginal de María, gratificándola al mismo tiempo de su SÍ inmaculado y sin reservas a la Palabra divina. Por lo tanto, el Espíritu cumple activamente el misterio de la encarnación como Persona-comunión que actúa al servicio del Padre y del Hijo y persigue esta mediación nupcial a lo largo de la encarnación del Verbo hasta su misterio pascual.

            Es maravilloso contemplar esta mediación nupcial del Espíritu que inspira y acompaña, en paralelo asimétrico, la obediencia de Jesús a su Padre y la disponibilidad ilimitada de María a la Palabra de Dios. Esta comunión perfecta en la obediencia de amor se consuma al pie de la Cruz, cuando el Hijo y la madre sufren al unísono la pasión de amor del sacrificio redentor. Al recoger el último aliento de su Hijo crucificado -preludio de la efusión del Espíritu- la Virgen Inmaculada es elevada por el Espíritu a la dignidad de Esposa del Cordero inmolado y Madre de la Iglesia. Su nueva maternidad eclesial en el Espíritu trasciende entonces la relación Madre-Hijo según la carne, así como en Dios la fecundidad nupcial del Espíritu trasciende la relación Padre-hijo y le confiere una nueva dimensión. El Espíritu Santo fecunda continuamente esta maternidad de María-Iglesia a través de la economía sacramental, especialmente en la celebración del misterio pascual donde él procede a la efusión eucarística del Verbo encarnado que, acogida en la fe de la Iglesia, la constituye como Cuerpo y Esposa de Cristo. De ahí la denominación Ecclesia Mater que está vinculada a su participación íntima a la propiedad nupcial-maternal del Espíritu del Padre y del Hijo.

            Volvamos sin embargo al Espíritu en la Trinidad inmanente para identificar más de cerca esta dimensión materna de su persona y de su acción ad intra y ad extra. Estando el “Nosotros” constituido por la reciprocidad asimétrica, pero perfectamente consubstancial del Padre y del Hijo, el Espíritu deja entrever su dimensión maternal por el reflujo de Amor nupcial que enriquece activamente a las otras dos Personas (Espiración activa – pasiva), pero en modo subordinado a causa de la primacía de las Otras dos (el orden de las procesiones), lo que no afecta de ninguna manera la igualdad perfecta de los Tres fundada sobre su triple consustancialidad. De aquí, en el plano del lenguaje, la preposición “en” que habitualmente acompaña la mención del Espíritu Santo, ya sea en la oración litúrgica de la Iglesia o en la expresión teológica de su misterio. De hecho, el Dios Uno y Trino es Amor que declina así su misterio: Amor tri-personal que procede del Padre por el Hijo en el Espíritu, una Vida eterna en perpetuo intercambio cuyo flujo y reflujo constituyen su misterio infinito como Deus semper maior. Este acontecimiento de Amor paternal, filial y nupcial que es la Trinidad inmanente se puede vislumbrar en la economía de la salvación, donde las Personas divinas revelan su misterio nupcial íntimo en sus relaciones de alianza en Cristo y María-Eclesia, con cada persona humana y con la humanidad en su conjunto.

            Esto es así porque el Espíritu Santo posee en Sí mismo la Vida que procede del Padre a través del Hijo. Él la posee como recibida pasivamente-activamente de los otros dos y agregando a eso por su propiedad personal, una nueva fecundidad nupcial y materna que es de comunión, de vida nueva, de libertad cada vez más grande en el Amor. Esta es la razón por la cual el papel del Espíritu ad intra y su actividad ad extra en la Iglesia y el mundo llevan el signo de la armonía, de la unidad en la diversidad, de la libertad y de la gratuidad, de la fecundidad que merece su título de Gloria como Amor nupcial y maternal. San Ireneo escribe: «Allí dónde está la Iglesia, allí está el Espíritu de Dios; y dónde está el Espíritu de Dios, allí está la Iglesia y todo tipo de gracias»[23]. Por lo tanto también la obra de santificación y de glorificación que opera en la economía de la salvación aparece en perfecta conformidad con su personalidad trinitaria. De ahí la belleza de la Iglesia-Comunión que procede de la kénosis eucaristica del Verbo encarnado, como personalidad femenina animada por el Espíritu, y su figura de Esposa y madre; De ahi no resulta que el Espíritu Santo sea su hipóstasis exclusiva, porque él es el “Nosotros” que contiene en sí el Amor del Padre y del Hijo, constituyendo pues juntos, la Iglesia como Sacramentum Trinitatis. El Espíritu Santo trinitario, kenótico como las otras dos Personas de las que procede, se esconde personalmente en el corazón del misterio nupcial de Cristo y de la Iglesia, y garantiza que la unidad de la Iglesia esté constituida por la unidad trinitaria del Padre, del Hijo y del Santo Espíritu, como lo expresa acertadamente el Concilio Vaticano II (LG 4)[24].

III. La figura trinitaria de la mujer y sus implicaciones en cuanto a su dignidad y su papel en la Iglesia y la sociedad.

            Las anteriores reflexiones han intentado integrar la herencia de Agustín sobre el Espíritu como Amor mutuo y la de Ricardo de San Víctor sobre el condilectus, recurriendo a la analogía nupcial y familiar que se encuentra en Gregorio Nacianceno y Buenaventura, al igual que a la exégesis contemporánea sobre la Imago trinitatis. La originalidad de nuestra posición se centra sobre esta especificación nupcial que permite a la vez salvaguardar la unidad divina como Amor, y valorizar la imagen de Dios en el hombre y la mujer como don de amor recíproco fecundo en la familia y la sociedad

            En esta perspectiva, la dignidad y el papel de la mujer reaparecen notablemente fortalecidos, a la luz de su fundamento relacional en la Santa Trinidad. Este fundamento está bien establecido, me parece, en la procesión del Espíritu Santo (espiración activa – pasiva) que se manifiesta como Amor nupcial irreductible a la fecundidad propia del Amor paternal y filial. La novedad del Espíritu de Amor refluye como hemos dicho sobre la fecundidad paternal y filial y le confiere una nueva dimensión que justifica el recurso a la simbología nupcial y familiar para dar cuenta de las riquezas inconmensurables de las relaciones trinitarias, y afirmar en consecuencia la verdad del fundamento arquetípico de la mujer en el Espíritu Santo en su juego de relaciones con el Padre y el Hijo. Si lo propio de la mujer es dar recibiendo (esposa) para ser activamente fecunda (madre) en la misma medida en que ella recibe, ¿no es ella la imagen y, de cierto modo, la participación, y del Hijo que espira el Espíritu en la recepción de lo que él es del Padre y el don que él le da, y del Espíritu Santo que también “vive y enriquece” este movimiento triple de recepción, regalo, fecundidad? La manera de amar de la Virgen María, tan íntimamente vinculada al Espíritu, se manifiesta en su disponibilidad inmaculada hacia el Padre (esposa) y en el servicio incondicional al Hijo (madre) al que el Espíritu Santo concibe en su seno virginal y que lo acompaña en todo su trayecto de encarnación[25]. El arquetipo de la mujer como esposa y madre en el Espíritu Santo se fundamenta así en estas relaciones trinitarias recíprocas que conocemos por el misterio de la encarnación. Esta conclusión se basa como hemos visto en la exégesis contemporánea de la imagen de Dios como Imago Trinitatis, y en el designio de Dios como misterio de Alianza interpretado con la simbología nupcial, que es la más evidente y adecuada con la Biblia.

Repercusiones

            ¿Cuál es la importancia de estos logros para la dignidad de la mujer y para las consecuencias eclesiales y sociales concretas que legítimamente se deberían sacar?

            Primero, la identificación del arquetipo relacional de la mujer en la Trinidad confirma de inmediato su dignidad de imagen de Dios como persona, mujer, esposa y madre. Esto también confirma los valores del amor, del matrimonio y de la familia, así como las vocaciones virginales sobrenaturales que reciben un apoyo fuerte teológico y espiritual.

            En segundo lugar, su vínculo privilegiado con el Espíritu Santo, y en el Espíritu con el Hijo eterno y encarnado, configura su originalidad relacional y su manera de amar como mujer que acoge, consiente, responde y sorprende por su respuesta doblemente fecunda, natural y sobrenatural, asimétrica, original, procreadora, irreductible a cualquier otro modelo que no sea su modalidad personal de amar como Dios ama.

            En tercer lugar, la mujer se confirma poderosamente en su papel de esposa y de madre, sin limitarse a estos roles, ya que su feminidad abierta florece en diversos niveles y tonalidades que sobrepasan el núcleo familiar hacia todos los ámbitos de actividad e influencia, particularmente en el campo de la vida consagrada. De aquí su aportación única e irreemplazable al mundo del trabajo, de la salud, la actividad social, caritativa y política, en la ciencia, las artes y la filosofía, la teología, la profecía y la mística, etc., donde su personalidad y sus múltiples carismas naturales y sobrenaturales pueden desarrollarse y contribuir al Reino de Dios y al bien común de la sociedad y de la Iglesia.

            En cuarto lugar, no hace falta decir que a partir de esta base teológica y señalando la falta de integración de la mujer según su vocación propia y sus potencialidades, a nivel social y eclesial así como a nivel pastoral y misionero, se hace necesaria una vigorosa promoción de la mujer en todos los niveles (incluyendo la confirmación de su vocación de esposa y de madre!) y se requiere una lucha paciente y perseverante para favorecer su libertad de actuar y de vivir según sus carismas, su vocación y su misión, que son irreductibles a los esquemas culturales patriarcales o matriarcales vehiculados en las diferentes sociedades.

            En quinto lugar, la teología en general, y la teología de la mujer en particular, requieren una escucha atenta y sin prejuicios de la teología de las mujeres, una contribución desconocida pero ya disponible en la Tradición, que la Iglesia reconoce simbólicamente mediante la declaración de algunas de ellas como “doctoras de la Iglesia[26], con la esperanza de que estos gestos simbólicos fomenten la participación de las mujeres en todos los niveles de la producción filosófica, teológica y mística.

Por una civilización del amor

            En definitiva, la manera de ser y de amar de la mujer comporta cualidades indispensables para el progreso de la Iglesia y de la sociedad. En efecto, su persona se desarrolla de manera ejemplar y fecunda por su disponibilidad nativa a la voluntad del Padre y al servicio de la Palabra de Dios en el Espíritu. La mujer se pone y se reconoce del lado del Verbo que es segundo, proferido, engendrado, y fecundo a cambio de su amor consubstancial al Padre, que es “más” que filial en virtud del Espíritu que él espira en dependencia del Padre. De ahí, por consiguiente, la participación de la mujer en la dimensión nupcial y maternal del Verbo y del Espíritu, que se manifiesta en su manera de amar, recibida y auxiliatriz, pero igual en dignidad y doblemente fecunda.

            Su forma de amar, tierna, compasiva, envolvente y fecunda, es irreductible al modelo masculino del amor, más intrusivo y puntual, esporádico y planificado, así como a la psicología masculina más univoca, particularmente en el modo de administrar las relaciones sociales y la influencia cultural, política o espiritual. La diferencia femenina no tiene que ser borrada por el modelo masculino, que necesita ser complementado por las cualidades indispensables de la feminidad, de la maternidad y de la fecundidad múltiple y diversificada de la mujer, so pena de caer en una dominación injusta que provoca el antagonismo del hombre y de la mujer mientras que son llamados a la comunión.

            Finalmente, a la luz de la Sagrada Familia, imagen por excelencia del misterio de la Trinidad y de la Iglesia, la figura de la mujer accede en María a una realización sin igual de perfección humana y sobrenatural, en virtud de su verdadero matrimonio, vivido en relaciones humanas auténticas y virginales, pero no asexuadas, con Jesús y José. Esta superación de la sexualidad conyugal natural en ella no implica ningún desprecio de su valor, sino solo su prolongación al nivel superior de la fertilidad sobrenatural de los sexos en el seno de relaciones virginales[27]. José no fue disminuido en su sexualidad por el hecho de no haber engendrado a Jesús, al contrario fue enriquecido y fortificado en su paternidad putativa natural-sobrenatural por una calidad incomparable de relaciones virginales, en humilde correspondencia con el misterio de Jesús y de su madre.

            En este sentido, ¿quién no ve la importancia de estas consideraciones para la promoción de la vida consagrada bajo todas sus formas en la Iglesia? Porque las vocaciones sacerdotales y religiosas expresan la fecundidad propia del Espíritu Santo en la Iglesia Esposa dotada por Él de carismas variados al servicio de la comunión y de la misión. Estas vocaciones gratuitas y virginales vividas en comunión con el Esposo eucarístico, demuestran por su fidelidad y su fecundidad virginal, junto con la familia, iglesia doméstica, que el Evangelio de Dios Amor responde en plenitud a todas las aspiraciones del corazón humano desde el centro de gravedad “sacramental-escatológico” del misterio nupcial de Cristo y de la Iglesia. ¿No habría en esta profundización teológica un recurso precioso para superar la controversia alrededor del ministerio ordenado reservado a los varones? Y para reanimar la llama en el corazón de tantas mujeres en busca de una vocación, donde la respuesta no sea solo un servicio social o profesional, una carrera cualquiera, o incluso un servicio desinteresado a los más pobres, sino la fascinación del Amor divino simplemente, un Amor filial, nupcial y maternal, que llene el corazón, el alma y el espíritu de alegría y de pasión para la evangelización del mundo.

Conclusión

            ¿Qué más podemos añadir como conclusión a estas reflexiones teológicas para remarcar la importancia del “misterio” de la mujer y de su contribución indispensable para la vida social y eclesial? Dada la cercanía del Espíritu y de la mujer en el designio divino de la creación y de la encarnación de la gracia; dada la participación íntima e insuperable de la Virgen María en las relaciones trinitarias recíprocas del Verbo y del Espíritu, ¿no deberíamos reconocer este “misterio” de la mujer calificando de “ministerios sagrados”, sin connotaciones clericales de ningún tipo, sus múltiples funciones y papeles femeninos en la sociedad y la Iglesia: esposa y madre, inspiradora y mediadora, redentora y reconciliadora, ayuda y compañía indispensable para el hombre en cualquier tarea y responsabilidad social y eclesiástica. Que sobresalga la escucha, la apertura, la reparación de injusticias y la valoración de los carismas femeninos de parte de todos y de todas, y en particular por parte de las autoridades civiles y religiosas, para que se reconozca e integre más y mejor la diferencia femenina!

            Es comprensible entonces que la Iglesia católica, desde la inmensa gracia del Concilio Vaticano II, haya librado una lucha decisiva y permanente por el respeto de la diferencia de los sexos en todas partes y en todos los niveles, ya sea en el ámbito del trabajo, del matrimonio y la familia o en el del ministerio ordenado, y continúa haciéndolo, incluso en solitario, contra toda “colonización ideológica” (Papa Francisco) que pretenda anular la diferencia sexual en la cultura, y por lo tanto la figura original de la mujer, en nombre de una antropología libre de todo vínculo trascendente. El tema de la mujer es de tal importancia hoy en día que requiere que la Iglesia y la sociedad realicen una inversión colosal de pensamiento y de acción, para iluminar correctamente las elecciones de la sociedad y para permitir que la imagen de Dios en el hombre y la mujer, en dolor y deseo de comunión, alcance la divina semejanza del Amor sin la cual no hay ni felicidad posible para la humanidad ni sociedad digna de este nombre.

[1] Cf. Ruolo delle donne nella Chiesa. Actas del simposio promovido por la Congregación para la Doctrina dela Fe, Roma 26-28 septiembre 2016, LEV.

[2] Papa Francisco: «Estoy convencido de la urgencia de ofrecer espacios a las mujeres en la vida de la Iglesia y de acogerlas, teniendo en cuenta las específicas y cambiadas sensibilidades culturales y sociales. Por lo tanto, es de desear una presencia femenina más amplia e influyente en las comunidades, para que podamos ver a muchas mujeres partícipes en las responsabilidades pastorales, en el acompañamiento de personas, familias y grupos, así como en la reflexión teológica» (Discurso a los participantes en la Plenaria del Consejo Pontificio para la Cultura, 7 de febrero de 2015).

[3] Cf. Louis Bouyer, Mystère et ministères de la femme, Aubier Montaigne, 1976 (Trad. esp.: Misterio y ministerios de la mujer, Fundación Maior, 2014). De considerarse como un ensayo de justificación teológica de la posición de la Iglesia sobre la cuestión del ministerio ordenado reservado al hombre, previo a la declaración Inter Insigniores de 1976.

[4] Cf. Marc Ouellet, Divine ressemblance. Le mariage et la famille dans la mission de l’Église, Ed. Anne Sigier, 2006, p. 35-58.

[5] Homilía en la Eucaristía celebrada en Puebla de los Ángeles (28 de enero de 1979): AAS 71, (1979), p.184.

[6] Papa Francisco, Exhortación Apostólica Amoris laetitia, n. 11; ver también, n. 71.

[7] Hans Urs von Balthasar, La Gloire et la Croix. I. Apparition, Aubier 1965, p. 488 (Trad. esp. Gloria. Una estética teológica ILa percepción de la forma, Ed. Encuentro, 1985, p.513). Cf. también Adriana von Speyr, Teología de los sexos, Ed. San Juan, 2018.

[8] Blanca Castilla de Cortázar, «Mujer y teología: la cuestión de la imagen de Dios»en Arbor, vol. 192, n. 778, 2016.

[9] Cf. Mary Healy, Women in Sacred Scriptures: New insights from exegesis, en Ruolo delle donne nella Chiesa, op. cit., 43-54: «The New Testament thus provides abundant evidence that both in the ministry of Jesus and in the early church women were present not only as disciples but also as initiators and leaders who actively participated in the ministry of the gospel in a variety of ways» p. 53.

[10] Cf. Juan Pablo II, Carta Apostólica Mulieris dignitatemn. 6-8. «El ser persona significa tender a su realización, cosa que no puede llevar a cabo si no es “en la entrega sincera de sí mismo a los demás”. El modelo de esta interpretación de la persona es Dios mismo como Trinidad, como comunión de Personas. Decir que el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de este Dios quiere decir también que el hombre está llamado a existir “para” los demás, a convertirse en un don»: n. 7.

[11] L. Bouyer, Mystère et ministères de la femme, op. cit. p. 41-42.

[12] Cf. mi libro Dans la Joie du Christ et de l’Église. Au cœur d’Amoris laetitia : intégrer la fragilité. Parole et Silence, 2018, 119s.

[13] El Catecismo de la Iglesia Católica lo expresa en términos que enfatizan los límites de la analogía: «Dios no es, en modo alguno, a imagen del hombre. No es ni hombre ni mujer. Dios es espíritu puro, en el cual no hay lugar para la diferencia de sexos. Pero las “perfecciones” del hombre y de la mujer reflejan algo de la infinita perfección de Dios: las de una madre (cf. Is 49,14-15; 66,13; Sal 131,2-3) y las de un padre y esposo (cf. Os 11,1-4; Jr 3,4-19)», n. 370.

[14] Ver el excursus «Image et ressemblance de Dieu», en Hans Urs von Balthasar, La Dramatique divineLes personnes du drame. 1. L’homme en Dieu, Lethielleux, 275-290; et 318-334 ; 355-359 (Trad. esp.: «Imagen y semejanza de Dios. Excursus 3», en Teodramática 2. Las personas del drama: El hombre en Dios. Ed. Encuentro, 1992).

[15] Cf. M. Ouellet, Divine ressemblance, op. cit., p. 56-58.

[16] Dijo Dios : « Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza; que domine sobre los peces del mar, las aves del cielo, los ganados y los reptiles de la tierra ». Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varon y mujer los creo ».

[17] Francis Martin, «Male and Female He Created Them: A Summary of the Teaching of Genesis Chapter One» en Communio International Review, 20 (1993), 247.

[18] Ib., 258. Ver también: Claus Westermann, Genesis I-II, A Comentary, Minneapolis, Augsburg Publishing House, 1984, p. 147-161 y especialmente p. 157-158.

[19] Y el Señor Dios formó de la costilla que habia sacado de Adán, una mujer, y se la presentá a Adan. Adán dijo : « Esta si que es hueso de mis huesos y carne de mi carne! Su nombre sera ‘mujer’, porque ha salido del varon » (Gn 2, 22-23)

[20] Régine Hinschberber, «Image et ressemblance dans la tradition sacerdotale», en RSR 59 (1985), p. 192.

[21] Para un desarrollo más amplio, cf. M. Ouellet, Divine ressemblance op.cit., p. 43-48.

[22] De aquí la superioridad del “principio mariano” sobre el “principio petrino” en la comunión de la Iglesia que Balthasar desarrolla en: Le Complexe antiromain, Apostolat des éditions, 191-235 (Trad. esp.: El complejo antirromano, BAC, 1971). La estructura ministerial, por importante que sea, se funda sobre la institución por Cristo, y sobre el Amor envolvente de la Madre que constituye, en el Espíritu Santo, la identidad fundamental de la Iglesia como Esposa, en la que se inscribe la representación ministerial-petrina del Esposo, en dependencia y al servicio del “ministerio” más fundamental del amor, que la Virgen Madre y toda mujer encarna en su propia persona.

[23] S. Ireneo de Lyon, Adversus Heareses, III, 24. 1.

[24] De notar el aspecto inaferrable y kenótico del Espíritu que la Escritura expresa mediante los símbolos universales del agua, el fuego y el viento, lo mismo que por los símbolos sacramentales de la unción, y de la transubstanciación del pan y del vino en Cuerpo y Sangre de Cristo (epíclesis)Este carácter “fluído” de su Persona parece contrastar con el carácter más definido y  preciso del Amor paternal y filial, pero de hecho él lleva a su plenitud la expresión del Amor trinitario común a las Tres Personas como des-asimiento de sí, efusión bienaventurada de sí, como Amor cuya felicidad radica en no ser para sí.

[25] Nos remitimos aquí a cuanto se decía más arriba sobre el misterio de María, madre del Verbo encarnado, que el Espíritu Santo fecunda desde el interior y acompaña hasta elevarla a la dignidad de la Esposa del Cordero inmolado, llegando a ser por él y con él, en su total dependencia, co-espiradora del Espíritu sobre toda la posteridad eclesial y, por lo tanto, Madre de la Iglesia. Lo que la piedad popular expresa en este sentido a través de María, mediadora de todas las gracias, se fundamenta precisamente en este misterio trinitario-nupcial dado en participación.

[26] Pablo VI dio el primer paso declarando en 1970 doctora de la Iglesia a Catalina de Siena y Teresa de Ávila. Luego han seguido Teresa del Niño Jesús (1997) e Hildegarda de Bingen (2012).

[27] Cf. H.U. von Balthasar, La Dramatique divine II. op. cit., p. 361-2.

Discurso del  Prof. Guzmán M. Carriquiry Lecour

MUJERES QUE HAN MARCADO PAUTAS DE TRANSFORMACIÓN CULTURAL EN LA HISTORIA DE AMÉRICA LATINA

No tengo la más mínima pretensión de esbozar una historia de las mujeres en América Latina, aunque sería muy bueno que ese objetivo se emprendiera sistemáticamente por personas competentes. Y mejor todavía sería intentar una historia de América Latina desde el protagonismo y la mirada de las mujeres. En general, nuestros libros de historia están poblados por figuras masculinas. Las historias oficiales que se han ido narrando se caracterizan por ser historias sustentadas en hechos, acontecimientos y circunstancias protagonizadas por los hombres, dejando en la sombra o en el olvido, incluso censurando, la participación y contribución real de las mujeres. Las mujeres quedan como invisibles en el curso de muchas fases de su desarrollo, no sólo discriminadas sino también olvidadas. Desde su perspectiva hay que volver a contar, pues, la historia de América Latina, “esa patria inmensa de hombres alucinados y mujeres históricas”, como decía el colombiano Gabriel García Márquez en el acto de recepción del Premio Nobel de la literatura en Estocolmo.

                Yo me limitaré a indicar algunas mujeres que reflejan y marcan fases de transformación cultural en la historia de nuestros pueblos, sabiendo que la selección de personalidades femeninas que destaco puede ser discutida, corregida, complementada y enriquecida.

                No es por cierto “políticamente correcto”, pero es muy significativo comenzar por señalar dos figuras femeninas que están en los orígenes del Nuevo Mundo americano. Una de ellas es Isabel de Castilla, la reina católica, y otra es la india Malinche, llamada Marina por los conquistadores, compañera y guía de Hernán Cortés en la conquista del Imperio azteca. De Isabel no sólo sorprende la determinación y fuerza de una mujer para ser reina en un mundo masculino hecho de violencias e insidias, sino también protagonista de la formación del primer Estado nacional que iba dejando atrás los mundos feudales europeos y cuya conclusión de la reconquista de toda la península ibérica, con la toma de Granada, último reducto moro, alimentaría las energías de la expansión de la cristiandad hispánica hacia la “terra incognita”, lo que será el “Nuevo Mundo” americano. Nos importa especialmente destacar la figura de esta reina católica porque formó parte y fue protagonista de aquel ambiente de la “reforma católica” en la península ibérica – cronológicamente anterior a la reforma protestante y al Concilio de Trento -, sin la cual no es posible entender la impresionante gesta misionera en el “Nuevo Mundo”. Apenas medio año después de que Cristóbal Colón pisara por primera vez las tierras del Nuevo Mundo, Fernando e Isabel le comunican esta Instrucción capital: hacer todo lo posible por convertir a los indígenas, precisando que éstos deben ser “bien y amorosamente tratados, sin causarles la menor molestia, de modo que se tenga con ellos mucho trato y familiaridad”. La vergüenza de la esclavitud y matanzas de indios de las que Colón se hace después responsable están entre los motivos de la ruptura de la reina Isabel con el navegante. Y en 1499 la reina Isabel hace saber que todos los que han traído esclavos de las Indias deben “bajo pena de muerte” devolverlos libres a América. En 1501 firma una Instrucción al gobernador de las Indias Nicolás de Obando señalando que “es necesario informar a los indios sobre las cosas de nuestra santa fe para que lleguen a su conocimiento (…) sin ejercer sobre ellos ninguna coacción”. No extraña, pues, que la reina católica introduzca en su testamento aquel notable codicilo, en 1504, en el que suplica a su hija y marido que prosigan como “fin principal” en las “Islas y Tierra Firme del mar Océano” el de “procurar inducir y traer los pueblos de ellas y convertirlos a nuestra Santa Fe católica, y enviar a las dichas islas y Tierra Firme prelados y religiosos y otras personas doctas y temerosas de Dios (…) y que en ello pongan mucha diligencia y no consientan ni den lugar que los indios, vecinos y moradores de dichas Indias y Tierra Firme (…) reciban agravio alguno en sus personas y en sus bienes, mas manden que sean bien y justamente tratados y si algún agravio han recibido, lo remedien y provean por manera que no se exceda en cosa alguna (…)”. Por eso, Bartolomé de Las Casas escribía: “Los mayores horrores comenzaron desde que se supo en América que la reina acababa de morir (…) porque su Alteza no cesaba de encargar que se tratara a los indios con dulzura y se emplearan todos los medios para hacerlos felices”. Más allá de tales nobles propósitos, la conquista de los imperios indígenas, como toda conquista, fue hecha también de violencia, opresión y explotación de los conquistados, pero esto no acallará sino que provocará grandes luchas por la justicia, animadas por el Evangelio, en la defensa de los indios por parte de legiones de misioneros. La espada irá unida a la cruz, pero la cruz se convertirá en tremenda autocrítica de la espada.

                Así lo fue en la conciencia desgarrada de un Hernán Cortés. Hay quien trata a Malinche, su india compañera, bautizada Marina, como una traidora a su pueblo, desconociendo que provenía de aquel denso y variado “tercer mundo” de pueblos y tribus indígenas sometidas al terrible dominio del imperio teocrático-militarista de los aztecas, proveedores de tributos y de sus doncellas para los masivos sacrificios humanos. No en vano hay un dicho en México que dice: “la conquista la hicieron los indios y la independencia los españoles”. En todo caso, la relación de Cortés con Malinche es como una muestra muy significativa de aquel mestizaje fundacional, desigual, lleno de contradicciones y dominaciones, en el que no faltaron princesas indígenas incorporadas a la aristocracia colonial, pero en el que la gran mayoría de las indias quedaron sometidas, con diversas dosis de violencia, a los conquistadores y colonizadores. En las periódicas sublevaciones indígenas en el curso de la historia latinoamericana queda la memoria de mujeres que han sido líderes y combatientes en primera fila: así lo fueron las cacicas Tomasa Titut Condemayta y Gregoria Sisa que se destacaron en la guerra emprendida por Tupac Amarú contra el imperio español, acompañado también por su esposa Micaela. Tiempos más tarde se canta a las “adelitas” de las masas campesino-indígenas de la revolución mexicana, hasta llegar a la irrupción de comunidades y movimientos indígenas a partir de 1992, en la que descolló Rigoberta Menchú, Premio Nobel de la Paz en 1992, depositaria de la cultura de los indígenas guatemaltecos, sobreviviente al genocidio sufrido en ese país centroamericano.

                Es en tiempos de desolación producidos por la conquista y de conformación de ese mestizaje desgarrado, así como de intensa actividad misionera, que el “Nuevo Mundo” americano recibe la visitación de la “bella señora” que se presenta como  “la perfecta siempre Virgen María (…) madre del verdadero Dios por quien se vive”. Las apariciones de Nuestra Señora de Guadalupe en las que se revela a su Juanito, Juan Dieguito, quien hoy reconocemos como san Juan Diego, el indio que escoge como su hijito y mensajero, constituyen, según el papa Francisco, un “acontecimiento fundante” en la historia de los pueblos latinoamericanos. Es la “bendita entre todas las mujeres”, en quien “Dios dignificó a la mujeres en dimensiones insospechadas”, la primera y perfecta discípula, discípula-misionera que trajo el Evangelio al Nuevo Mundo. No es diosa como la de los aztecas que llevaban máscaras, ni como las “coyas” incaicas partícipes en función teocrática de la sacralidad de las autoridades andinas. Es Madre que lleva en su seno y dona a su Hijo. Es rostro maternal y misericordioso de Dios que irrumpe en la historia,  escoge a los pobres y humildes de corazón y llama a todos a la comunión.  Es Virgen mestiza, pedagoga de la inculturación del Evangelio, que rompe los muros de incomunicación, impulsa la unión entre hombres y pueblos, presencia indispensable en la gestación dramática de un pueblo de hijos y hermanos. Es la nueva Eva, mujer virgen y madre, como la Iglesia. “Las diversos advocaciones y santuarios esparcidos a lo largo y ancho del Continente” testimonian la presencia cercana de la Virgen a los pueblos, en sus más diversas circunstancias personales, familiares y colectivas. El papa Francisco nos ha enseñado e invitado, en la alocución que dirigió al Episcopado mexicano, a compenetrarnos con el corazón y la mirada de la Virgen María a modo de clave hermenéutica para discernir los más profundos anhelos del corazón de nuestra gente y las diversas vicisitudes de su historia.

                De las rosas que cayeron de la tilma de Juan Diego como señal del acontecimiento guadalupano,  parece muy significativo que la primera santa americana, en Lima, tuviera como sobrenombre dado por su nodriza indígena y nombre después de confirmación, el de Rosa. El amor con el que Rosa se esforzaba de corresponder a Cristo, y Cristo crucificado, es la clave de su vida. Se sabe de su vida eremítica como terciaria dominicana en la minúscula celda construida con sus manos en el huerto de casa y en el pequeño hospital contiguo donde acompañaba a todo sufrimiento; también del santo furor con el armaba su brazo y flagelaba la propia carne en el anhelo insaciable por asemejarse cada vez más a su Esposo divino. Porque Rosa oyó de los labios de Cristo: “Rosa de mi corazón, sé mi esposa”. Y tuvo una profunda intimidad con Él en largas horas de soledad, oración y sacrificio, a través de una fervorosa vida eucarística no común para aquellos tiempos. Es de esas rosas místicas que perfuman la historia de los pueblos, como también lo fue Santa Mariana de Quito, que quería ser jesuita. En 1604 se fundó el primer Carmelo en Puebla de los Ángeles, que tanto hubiera llenado de gozo a Santa Teresa de Jesús, que tuvo siempre presente al mundo americano en sus oraciones y desvelos misioneros. Esa vena mística que recorre la historia de nuestros pueblos llega hasta el Carmelo de Santa Teresita de los Andes, en Chile, en pleno siglo XX, y las mujeres contemplativas que el papa Francisco visita cariñosamente en sus viajes apostólicos. Son el pulmón orante que hace circular la vida cristiana en la Iglesia, cuerpo de Cristo, y anima su misión. Un impresionante testimonio de libertad de la mujer se expresa en ellas, aunque a veces puedan haber recaídas en encierros humanamente empobrecidos.

                El mexicano Octavio Paz, notable personalidad que fue Premio Nobel de Literatura, gran poeta y ensayista, estudió de modo muy especial la persona y obra de Sor Juan Inés de la Cruz, la primera gran poetisa y escritora en lengua española, la primera en América, en el Virreinato de Nueva España. Para Paz, Sor Juana fue “la primera feminista en nuestra lengua y en nuestro continente”, no obstante la presión clerical de intolerancia eclesiástica que sufrió, en medio de un ambiente de arraigada misoginia. Siglos más tarde, hubo otros testimonios que anticiparon el feminismo moderno en América Latina, como las de María Antonia de Paz y Figueroa, conocida como mamá Antula y recientemente beatificada, así como sus compañeras a quienes tildaron como las “beatas”, mujeres laicas que recorrieron como peregrinas misioneras los caminos de media argentina, desde Santiago del Estero hasta Buenos Aires, organizando, promoviendo y animando un sinnúmero de “ejercicios espirituales”. Desde el Virreinato de entonces en Buenos Aires fue tratada de loca, borracha, fanática y hasta de bruja, pero no se amedrentó y atrajo a muchas decenas de miles de hombres y mujeres que las siguieron.

                La emancipación americana es otro de los “acontecimientos fundantes” en la historia de los pueblos hispano-americanos y un giro epocal. Si bien la mayor parte de las mujeres estaban por entonces abocadas, casi exclusivamente, a realizar los quehaceres domésticos, se sabe bien que muchas mujeres aportaron su tiempo, trabajo y recursos a los batallones independentistas, preparando víveres, lavando ropa, cosiendo uniformes, ofreciendo hospitalidad y, cuando contaban con mayores recursos económicos, donando alhajas para la compra de armas y, en muchos casos, organizando colectas u operando como espías. Sin embargo, las hubo y no pocas que participaron en los debates públicos y en los campos de batalla, aunque a menudo vestidas de hombre.  Manuelita Sáenz, quiteña de origen, no fue sólo la compañera de Simón Bolívar, sino que lo salvó ante diversas conspiraciones, conocida así como “la Libertadora del Libertador”. Fue mujer joven comprometida en las gestas liberadoras de la Patria Grande. Se involucró de forma activa y contundente a lo largo del proceso que culminó en la independencia del Perú, lo que le valió que el General San Martín le asignara el grado de “Caballeresa del Sol”. Formó parte del estado mayor de Bolívar. Combatió en la batalla de Junín y luego en la aquella decisiva de Ayacucho, lo que le valió el grado de Coronela. “Mi país es el continente de América – decía -. He nacido bajo la línea del Ecuador”. Recordamos también a Juana Azurduy, nacida en el Potosí, ya involucrada en la sublevación de Tupac Amaru, que apoyó junto con su marido los levantamientos producidos en 1809 en Chuquisaca y La Paz. El General Manuel Belgrano reconoció su espíritu revolucionario y su participación activa en la guerra, por lo que le otorgó el cargo de teniente coronel. El mismo Bolívar quiso visitarla en su hogar para rendirle homenaje. Es significativo que en el año 2015 la presidente Cristina Fernández de Kirchner sustituyó la estatua de Cristóbal Colón, junto a la Casa de Gobierno, por la estatua donada por el presidente Evo Morales en la que se lee: “Juana Azurduy Generala”. Todavía quedaría por relevar muchas otras mujeres protagonistas de esos tiempos de independencia, como María Magdalena “Macacha” Guemes, que acompañó a su hermano, el caudillo, en la luchas en territorio salteño, jujeño y alto-peruano; o como la venezolana Josefa Camejo, “Doña Ignacia”, partícipe de la “Sociedad Patriótica” y desde entonces luchadora por la independencia en las guerras contra los realistas en diversas regiones de Venezuela y de Nueva Granada, a quien se recuerda presionando a un comandante en favor de la independencia con la pistola en mano al grito de “Viva la Revolución”; o como la colombiana Polonia Salvatierra y Ríos, conocida con el nombre de “Policarpa”, o “La Pola”, que participó en el grito de independencia del 20 de julio de 1810, toda una ‘matahari’ como espía de las fuerzas independentistas, después vinculada al Ejército patriota de los Llanos, murió fusilada y fue considerada mártir y símbolo de la independencia para los colombianos. La mexicana Leona Vicario, una de las primeras periodistas, encarcelada en varias ocasiones por difundir la ideología de los libertadores, fue considerada como una de las madres de la patria por el Congreso de la Unión en México. Hubo muchas mujeres que durante los años de guerra fueron, de una parte y otra, exiliadas, emigradas, refugiadas, desterradas, prisioneras, torturadas, ajusticiadas, violadas. No han faltado mujeres fuertes, combatientes y sufridas en la historia de los pueblos latinoamericanos.

                Esos largos años de guerras civiles y de emancipación, proseguidos por el deambular de milicias y tropas armadas por las desoladas tierras que fueron de anarquía y violencias hasta muy entrada la segunda mitad del siglo XIX, hicieron que las mujeres tuvieran que duplicar sus esfuerzos para cuidar y educar a sus hijos, y mantener solas a sus familias, mientras se consolidaba una tradición de ausencia de la figura del varón en la vida familiar, sin fija residencia, dejando tendales de hijos naturales y mujeres abandonadas por doquier. Fueron ellas quienes custodiaron y transmitieron a su prole el sentido de pertenencia a una tradición, a una patria, a la Iglesia. Con el desmantelamiento de las instituciones pastorales y catequéticas de la Iglesia y la ausencia de pastores, pasó por las madres la “traditio” de la fe, especialmente a través de la piedad popular. Un caso extremo fue vivido en el Paraguay, donde en la inicua guerra de la Triple Alianza perdió más del 90% de su población masculina adulta. Sólo quedaron viudas, huérfanos, madres, hijas y hermanas desamparadas en medio de un país deshecho, pero que tuvieron la fortaleza de espíritu para reconstruirlo, haciendo sobrevivir su fe, su lengua, su cultura, en un positivo, fecundo matriarcado. Por eso, el papa Francisco siempre recuerda a la mujer paraguaya como “la más gloriosa”.

                En la segunda mitad del siglo XIX comenzaron a hacerse sentir en los diversos países latinoamericanos, mujeres escritoras y  educadoras, maestras sobre todo, que bien pueden ser consideradas como pioneras de movimientos feministas, las que, en sus obras, pusieron bajo crítica las situaciones de esclavitud, marginalidad y dependencia sufridas por las mujeres, reivindicando sus derechos, reclamando su acceso a la educación y a la vida pública de las naciones. Entre ellas, la brasileña Nisia Floresta Brasileira Augusta que en 1832 publicó su libro “Direito das Mulheres e injustica dos homens”, temática también afrontada por otra poetisa brasileña, Narcisa Amalia de Campos. La argentina Juana Paola Manso, que escribía bajo el seudónimo “Mujer poeta”, colaboró en la presidencia de Sarmiento con la apertura de 34 escuelas y bibliotecas públicas y fue después la primera mujer en estar incorporada en la Comisión Nacional de Escuelas. La peruana Mercedes Cabello de Carbonera escribió por entonces  cinco volúmenes bajo el título: “Influencia de la mujer en la civilización”. La chilena Rosario Ortiz, apodada Monche, fue una de las primeras periodistas de América Latina. Habría que agregar varios otros nombres, como la de la novelista argentina Juana Manuel Gorriti y la poeta chilena Mercedes Marín del Solar.  Algunas de ellas, como la catamarqueña Eulalia Ares de Vildoza o la misma Monche participaron activamente en las guerras civiles de su tiempo.

                Es a finales del siglo XIX que comienza a irrumpir en forma más relevante la presencia de las mujeres en la educación, en el mercado de trabajo y en la escena pública de las naciones, en el contexto de las transformaciones sociales y culturales provocadas por el gradual advenimiento de las sociedades urbano-industriales durante las primeras décadas del siglo XX. En los fuertes movimientos sociales de ese tiempo descuellan, en primer lugar, militantes anarquistas y socialistas, como Rosa Uquillas y Lidia Herrera, fundadoras en el Ecuador del grupo “Rosa Luxemburgo”, la dirigente sindical chilena de “sociedades de resistencia” Ángela Muñoz, la peruana María del Jesús Alvarado defensora de los derechos de las mujeres, de los trabajadores y de los indígenas, o la agitadora social María Cano en Colombia. No faltaron tampoco figuras excepcionales como la de Teresa Carreño, pianista, cantante y compositora venezolana, que dio su primer concierto en el Irving May de Nueva York, más tarde tocaría en la Casa Blanca para el Presidente Lincoln y recorrería el mundo entero desde las últimas décadas del siglo XIX a lo largo de su carrera artística y musical. Su himno a Simón Bolívar es una de sus piezas maestras.

                A finales de siglo llegan a América Latina muchas Congregaciones religiosas femeninas, a las que se agregarán otras en las primeras décadas del siglo XX, también nacidas en tierras latinoamericanas, que fundaron una red de escuelas, hospitales y una gran variedad de obras y actividades de caridad y asistencia a sectores necesitados de la población. Desde entonces hasta la actualidad, las monjitas o hermanitas – como son llamadas por nuestros pueblos – son las mayores y mejores testigos y operadoras de las obras de misericordia. Nadie como ellas encuentran las puertas y corazones abiertos de nuestras gentes.

                Son también los tiempos de los movimientos sufragistas, en los que mujeres instruidas, en general de clases medias emergentes o acomodadas, reclaman el derecho al voto femenino. En ellos se destaca la rioplatense Paolina Luisi, que funda en Montevideo, en 1903, el primer Consejo Nacional de la Mujer, la ecuatoriana Matilde Hidalgo de Porcel, que se inscribe en los registros electorales provocando el desconcierto y resistencia de los dirigentes del país, la mexicana Hermida Galindo que fundó el semanario feminista “La mujer moderna” y su compatriota Elvia Carrillo Puerto, que organizó el Primer Encuentro Feminista de Yucatán y en 1923 fue electa Diputada en el Congreso de Yucatán, lo que la convertiría en la primera mujer mexicana en ostentar un cargo de este tipo. En Brasil, Bertha Lutz fundó en 1922 la “Federación brasileña para el progreso femenino” y en 1929 la Universidad de la Mujer. En 1910 se reunió en Buenos Aires el primer Congreso Femenino Internacional con más de doscientas mujeres del Cono Sur. Fue el Uruguay el primer país sudamericano en aprobar el sufragio femenino. En 1932 Getulio Vargas concedió por decreto el derecho de voto a las mujeres, y es bueno recordar a la Profesora Antonieta de Barros, la primera y única mujer negra que, en el Estado de Santa Catarina, llegó a ser miembro de la Asamblea Legislativa. El sufragio femenino aprobado en Argentina en 1947 y dos años más tarde la igualdad jurídica de los cónyuges y la patria potestad compartida fueron conquistas de las que Eva Perón fue protagonista principal.

                Mujer extraordinaria es Eva Perón. La vida difícil de la joven María Eva Duarte da un giro decisivo cuando inicia una relación sentimental con Juan Domingo Perón, entonces Secretario de Trabajo y Previsión Social de la República Argentina, uniéndose después en matrimonio. Son los tiempos de un vasto proceso de industrialización por sustitución de importaciones en toda América Latina, que provoca masivas migraciones de los campos a la ciudad. Es la irrupción hacia las periferias ciudadanas de los “cabecitas negras” que el General Perón incorpora en clase obrera, sindicaliza y promueve sus derechos laborales y sociales.  Son los “descamisados” que Evita tanto amó. La presencia política de Eva comienza a tomar fuerza durante la campaña de Perón antes de la victoria electoral de 1946. Su primer discurso lo dio en el Luna Park ante una convención de mujeres obreras para proclamar la fórmula presidencial. Pasional y rebelde, incluso hasta el exceso, siempre junto a su marido, Evita – tal como el pueblo la bautizó – descolló en un espacio público dominado por lo masculino. Organizó la rama femenina del Partido peronista, se vinculó fuertemente con los sindicatos e incluyó a los sectores populares como protagonistas de las políticas públicas. Eva Perón desplegó toda su energía en la Fundación que llevó su nombre, caracterizada sobre todo por su presencia personal, inmediata, cercana, para la ayuda social a todos los necesitados. Muy amada por los pobres, falleció a los 33 años. Fue declarada por el Congreso Nacional como “Jefa Espiritual de la Nación”. Luego del golpe militar que derrocó a su marido, su cuerpo embalsamado fue secuestrado y profanado y sólo devuelto a sus familiares en 1974.

                Evita fue la primera mujer a ser candidata a una Vice-Presidencia en América Latina. Un signo muy claro de la creciente participación de la mujer en todos los ámbitos de la vida de las naciones puede advertirse por la más reciente presencia de las mujeres en los más altos cargos políticos de gobierno. Violeta Chamorro ocupó la presidencia de Nicaragua en 1990, Mireya Moscoso ganó las elecciones panameñas en 1999, Sila María Calderón fue electa gobernadora de Puerto Rico en 2001 y más recientemente hemos tenido las presidencias de Michelle Bachelet en Chile, Cristina Fernández de Kirchner en Argentina y Dilma Roussef en Brasil.

                Las “Madres de Mayo” y las “abuelas de Mayo” pueden bien representar a todas las mujeres que han luchado contra las dictaduras militares y, en estos casos, reclamando por sus hijos y nietos “desparecidos”, víctimas de una política brutal de represión como terrorismo de Estado. Estela Carlotto es indestructible líder de las valientes abuelas de Mayo. Cabe recordar también a las hermanas Mirabal, conocidas como “las Mariposas”, durante su intenso activismo contra la dictadura de Rafael Leónidas Trujillo en República Dominicana, que fueron encontradas muertas en un barranco, uno de los peores crímenes del dictador, reconocidas después como símbolo de la opresión y violencia contra la mujer. El papa Francisco recuerda siempre con admiración y gratitud a Esther Ballestrino, paraguaya, refugiada en la Argentina huyendo de la dictadura de su país. En Buenos Aires Esther fue directora de un laboratorio donde llega a trabajar un muchacho de ascendencia italiana, Jorge Mario Bergoglio. Apasionada de la justicia, amiga de los débiles, simpatizante comunista, Esther sigue después batiéndose por la libertad contra la dictadura militar en Argentina. Logra obtener la condición de refugiada por el Alto Comisionado de las Naciones Unidas, pero la guerra sucia  la afecta en sus afectos más queridos y termina ella misma como “desparecida”. No podemos dejar de incluir también en este renglón a las “Damas de Blanco”, que manifiestan públicamente en Cuba, con valentía, reclamando la liberación de familiares considerados injustamente en prisión. Durante el viaje del papa Francisco en Colombia hubo testimonios impresionantes de mujeres que sufrieron la muerte de muchos seres queridos en las largas décadas de violencia desencadenada en Colombia, sobre todo por causa de los movimientos guerrilleros y las formaciones paramilitares, y que, sin embargo, se han convertido en impresionantes constructoras de la paz, no en los vértices de negociaciones políticas, sino en una sorprendente capacidad de misericordia, hecha de perdón y dramáticas reconciliaciones.

                Entre los grandes progresos de las últimas décadas se destaca un acceso mucho más relevante de las mujeres al mercado laboral, aunque subsiste hasta ahora un mayor desempleo que el masculino, las mujeres ocupan los trabajos de baja productividad y con más bajas remuneraciones, son la gran mayoría en el trabajo llamado “informal” que abunda en América Latina y que roza la mendicidad, llenando las calles de “ambulantes”, escondiendo formas duras de explotación como frecuentemente sufren las que aún hoy son consideradas como “sirvientas”, mientras se da la devaluación pública de la importancia de la mujer como jefa del hogar, trabajadora doméstica y educadora de los hijos, sustituta de muchas carencias de los servicios del Estado. Las mujeres son las que cargan con la realidad y consecuencias más penosas de la pobreza e indigencia entre los latinoamericanos. Me gusta citar a la mexicana Marta Sánchez Soler, presidenta del Movimiento Migratorio Mesoamericano, que cada año lidera la caravana de madres de migrantes desaparecidos en ruta hacia Estados Unidos, acompañando a mujeres de Guatemala, Nicaragua, Honduras y El Salvador que recorren México con las fotografías de sus hijos a cuestas, buscando sus rastros perdidos; y también a las “Patronas”, mujeres sencillas de ambientes populares que salen al encuentro de las necesidades de los migrantes en las condiciones terribles del tren conocido como “La Bestia”.

                Más importantes progresos se han dado en el acceso de las mujeres a la educación, que es muy igualitario en los países latinoamericanos y que es incluso superior en  la educación secundaria y terciaria, aunque se dan todavía algunas excepciones en áreas con alta proporción indígena. Por eso, no es de extrañar que grandes personalidades femeninas se destaquen en los más diversos ámbitos profesionales y científicos. Me gusta señalar así a Eulalia Guzmán, la primera arqueóloga mexicana, responsable de la recolección de gran cantidad de informaciones acerca del México prehispánico, a Evelyn Miralles, venezolana que lidera desde hace más de 20 años el programa de realidad virtual de la Agencia Espacial Estadounidense y a Sandra Díaz, la reconocida bióloga de la Universidad Nacional de Córdoba que fue miembro del Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático que recibió el Premio Nobel de la Paz en el año 2007. ¡Pero el elenco y el reconocimiento tendría que ser mucho más extenso!

                En las creaciones artísticas es en donde aún más se han ido expresando en modo muy significativo los mundos “interiores” de la mujer latinoamericana y su testimonio público en medio de tales transformaciones. El dolor y la angustia de las mujeres de su época, en una tonalidad  introspectiva entre el drama, la audacia y el erotismo, se expresaron en la poetisa argentina Alfonsina Storni. ¡Y cómo no citar a Gabriela Mistral, poetiza y educadora, diplomática y activa feminista chilena, que fue la primera mujer latinoamericano que recibió en 1945 el Premio Nobel de Literatura! Si en ella está todavía tan presente la tradición cristiana, décadas después la deriva de la secularización, la descristianización, se advierte en las novelas de Isabel Allende.

                Merecen ser citadas también algunas grandes cantoras populares que lo han hecho desde las entrañas de la tradición y del ethos cultural de nuestros pueblos, como la chilena Violeta Parra y la argentina Mercedes Sosa.

            Una mujer que anticipa una transformación cultural en América Latina es la mexicana Frida Kahlo, pintora surrealista, compañera sentimental del muralista Diego de Rivera, ambos de militancia comunista, artista admirada por Pablo Picasso, Vasili Kandinski y André Bréton, la primera en exponer su pintura en el Museo del Louvre, cuya obra tuvo gran auge justo después de su muerte a partir de la década del 70. Frida Kahlo marca una pauta cultural por su vida bohemia, poco convencional, transgresiva, la de una liberación femenina que pretende ser liberada no sólo de todo prejuicio o convención sino también de toda norma antropológica y ética, de todo vínculo.  De pronto Frida se convirtió en un ícono que impidió separar a la mujer del mito, por su carga de enfermedades y padecimientos, por la crudeza, ternura y talento con la que exorcizó sus demonios a través del arte, por la sexualidad exótica representada en sus múltiples auto-retratos, por las anécdotas de su bisexualidad, por la independencia que mostraba en la tormentosa y apasionada relación con Diego Rivera, por esa mezcla sincrética de cosmopolitismo y de representación de tradiciones indígenas y exvotos cristianos, por su sinceridad descarnada y constante rebeldía. No hay en Frida el mero reflejo del hedonismo libertino de las sociedades del consumo, sino una experiencia de densidad humana atravesada, en medio de sus contradicciones, por los misterios del dolor y el amor; ella, confesa atea, que se consideraba “olvidada de la manopla de Dios”. Lo expresa bien aquella poesía a las mujeres que intitula: “Mereces un amor”: “Mereces un amor que te quiera despeinada, con todo y las razones que te levantan de prisa, con todo y los demonios que no te dejan dormir. Mereces un amor que te haga sentir segura, que pueda comerse al mundo si camina de tu mano, que sienta que tus abrazos van perfectos con su piel. Mereces un amor que quiera bailar contigo, que visite el paraíso cada vez que te mira a los ojos, y que no se aburra nunca de leer tus expresiones. Mereces un amor que te escuche cuando cantas, que te apoye en tus ridículos, que respete que eres libre, que te acompañe en tu vuelo, que no le asuste caer. Mereces un amor que se lleve las mentiras, que te traiga la ilusión, el café y las poesías”. Frida no encontró respuestas a sus padecimientos y a su búsqueda de un amor que le llenara la vida; por eso, fue de un individualismo desenfrenado y anárquico.

            La profunda crisis de la sociedad machista y patriarcal, por más que muy resistente como se advierte dramáticamente en la tan difundida violencia sobre las mujeres – incluso de feminicidios, como denunció el papa Francisco en Perú – y en altos porcentajes de embarazos de adolescentes, pone en primer plano la dignidad de la mujer y su libertad en el amor personal. Pero en la historia la ambigüedad es inevitable, cada virtud trae consigo un nuevo tipo de desviación. Ese mismo bien del amor personal, pero desligado de su relación con la “generación”, considerada la maternidad como fardo y jaula contra la “promoción de la mujer”, se vuelve cara de un nuevo hedonismo, penetración de las pautas de la sociedad del consumo que esconden el nihilismo que impregna sus formas dominantes. Podría escoger al respecto los nombres de no pocas activistas contemporáneas en los países latinoamericanos, que luchan por los así llamados “derechos sexuales y reproductivos”, por  una “maternidad libre y voluntaria”, por la total permisividad del aborto, incluso como derecho. ¡Impresionante estrategia de los grandes poderes mundiales que se apoderan de las más que legítimas reivindicaciones de la mujer para transmutarlas en instrumentos de devastaciones de pueblos y culturas! Son liberaciones contra la libertad. Se vuelve una liberación contra la vida. La reivindicación de la persona sola se trasmuta en apología del crimen del aborto, en el que los varones son corresponsables por irresponsabilidad e incluso muchas veces primeros culpables por constricción de las mujeres.  Es lógico que el amor puramente personal, sólo referido a la instintividad inmediata del deseo, se trasmuta también en la exaltación de todo tipo de experiencia sexual. Así opera el “colonialismo cultural” denunciado por el papa Francisco, que encuentra un muro de contención en la muchedumbre de mujeres que a lo largo de nuestra historia han sido y siguen siendo “madres coraje”, porque por lo general solas y en condiciones muy difíciles de jefas del hogar, han cuidado a su prole, con la fuerza del amor, el gozo de la maternidad, una gratuidad que carga con muchos sacrificios y una esperanza a toda prueba. Son las custodias de la vida, de la sabiduría y de la fe de nuestros pueblos. La necesidad de reconstruir el tejido familiar y social de los pueblos latinoamericanos requiere, como testimonio y fuerza fecunda e irradiante, la relación entre varón y mujer en matrimonios que sorprendan y atraigan por vivir la belleza del amor que está como cantada en himno evangélico en la Exhortación apostólica “Amoris Laetitia” del papa Francisco.

            Haber pretendido seleccionar los nombres de algunas mujeres en nuestra historia, aunque sólo para apreciar tendencias culturales, termina dejando como el sabor de  una grave injusticia para los millones y millones de mujeres anónimas que no aparecen ni en libros ni en periódicos, que no tienen ninguna publicidad. Sin ellas no se hubiera transmitido la fe y todo su “ethos” de humanidad; sin ellas se hubiera disgregado aún más el tejido familiar y social de nuestros pueblos, empobreciéndose radicalmente; sin ellas hubiera predominado incluso mucho más la dialéctica de la enemistad y la violencia sobre la cultura del encuentro y la amistad social en la convivencia de nuestras naciones. En su reciente viaje apostólico, el papa Francisco exclamaba para el Perú, pero lo podemos y debemos alargar para toda América Latina: “¿Qué sería el Perú sin las madres y las abuelas? ¿Qué sería nuestra vida sin ellas? (…) fuerzas motrices de la vida”.

            Termino evocando dos mujeres excepcionales. No me detengo especialmente sobre ellas porque me temo que algunos de Ustedes, en forma equivocada, consideren esta mención como excesivamente subjetiva. Por eso, sólo evoco sus nombres: uno es el de Susana, mi madre, y otro es el de Lídice, mi esposa.

 

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