Los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre

Evangelio: Mateo 13,36-43

En aquel tiempo, Jesús dejó a la gente y se fue a la casa. Sus discípulos se le acercaron y le dijeron:

— Explícanos la parábola de la cizaña del campo.

Jesús les dijo:

— El que siembra la buena semilla es el Hijo del hombre; el campo es el mundo; la buena semilla son los hijos del Reino, y la cizaña, los hijos del maligno; el enemigo que la siembra es el diablo; la siega es el fin del mundo, y los segadores, los ángeles. Así como se recoge la cizaña y se hace una hoguera con ella, así también sucederá en el fin del mundo. El Hijo del hombre enviará a sus ángeles, que recogerán de su reino a todos los que fueron causa de tropiezo y a los malvados ‘ y los echarán al horno de fuego. Allí llorarán y les rechinarán los dientes. Entonces los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre. El que tenga oídos que oiga.

La parábola evangélica de la buena semilla y de la cizaña encuentra su explicación en la contraposición entre dos bandos capitaneados por el divino sembrador y por el sembrador malvado. El punto central del mensaje de Jesús, por consiguiente, no es sólo la necesaria con-vivencia entre el trigo y la cizaña hasta el tiempo de la siega, sino la diferente suerte que corren los buenos, los hijos del Reino de Dios, y los malos, los hijos del maligno. La pregunta de fondo a la que pretende responder la parábola es la de siempre, tanto la expresada por las primeras comunidades cristianas, como la que vuelven a expresar constantemente nuestras comunidades: ¿por qué hay malos cristianos en la comunidad creyente? Mateo responde dando dos razones; la primera es que la siembra ha sido hecha al mismo tiempo tanto por Dios como por el maligno; la segunda es que el tiempo de la separación está reservado sólo para Dios.

La vida del hombre es el tiempo en el que todo creyente debe realizar su opción. La convivencia con los malos no debe ser causa de pesimismo para los buenos; Dios la tolera e impide a aquellos que son demasiado exigentes «eliminar» a los malos con la excusa de acabar con el mal; al contrario, los buenos deben compartir a los pecadores y vencer así al mal con el bien. Sólo al final de la vida vendrá la siega (v. 39), esto es, el juicio de Dios. En ese momento aparecerá clara la suerte diferente reservada a «todos los que fueron causa de tropiezo» (v. 41) y a los «justos» (v. 43), cuando el Cristo glorioso se levante como juez supremo con sus ángeles y purifique a su Iglesia del mal. Esta perspectiva final es de aliento para los creyentes, que deben hacer frente en la vida de cada día a dificultades y pruebas de todo tipo.

MEDITATIO

En el texto del Éxodo que hemos leído hoy produce una gran impresión la intimidad que vive Moisés con el Dios, tres veces Santo, revelado en el Antiguo Testamento. En efecto, Dios hablaba con él «cara a cara, como un hombre habla con su amigo» (Ex 33,11). Se ex-plica así tanto la admiración que este comportamiento suyo suscitaba en el pueblo, más sensible a la distancia de Dios que a su proximidad, como la audacia con la que intercedía en su favor, a fin de que pudiera continuar siendo la heredad de Dios, a pesar de su «dura cerviz».

Naturalmente, Moisés no llegó a la familiaridad que Jesús vivió con Dios, una familiaridad que inculcó también a sus seguidores. En efecto, Jesús se atrevió a invocar a

Dios con el afectuoso nombre de «Abba» (Mc 14,36; Rom 8,15; Gal 4,6); una expresión que se usaba en el seno de la intimidad familiar para dirigirse al propio padre, y que ningún judío de su tiempo se hubiera aventurado a usar en sus relaciones con Dios. Jesús, sin embargo, la utilizó constantemente, sin preocuparse del escándalo que esa innovación podía suscitar en sus adversarios. Quizás también por esto le condenaron como blasfemo (cf. Mt 26,65). Y no sólo la empleó él mismo, expresando de este modo su modo extremadamente íntimo de relacionarse con Dios, sino que animó también a sus oyentes a hacer lo mismo. Jesús quería que todos vivieran en presencia de Dios, como ante aquel «Dios clemente y compasivo, paciente, lleno de amor y fiel» que había pasado ante Moisés revelándole su nombre (Ex 34,6).

En este sentido se puede entender también la «buena semilla» sembrada por el Hijo del hombre de la que nos habla el evangelio de hoy (Mt 13,37). Hemos de preguntarnos si no dejamos que la cizaña ahogue la buena se-milla con otros modos de pensar y de vivir la relación con Dios. En efecto, con frecuencia el Dios-Abba, tierno y misericordioso, es sustituido en nuestra vida por otros dioses que no tienen nada que ver con Aquel cuyo rostro nos fue revelado por Jesús. Esos dioses engendran en nosotros actitudes que andan lejos de las que Jesús vivió intensamente e inculcó con la misma intensidad en quienes querían seguirle.

ORATIO

Señor Jesús, tu viviste una intimidad intensísima con Dios. Le llamabas «Abbá», con toda la ternura familiar que tal nombre incluye. De este modo, abriste un camino nuevo en la humanidad por lo que respecta a las relaciones con el misterio magno y último de la realidad con ese misterio que llamamos Dios.

Muchos de los hombres de tu tiempo no te comprendieron; más aún, fueron muchos los que se escandalizaron y te intimaron y condenaron por esto como blasfemo. Estaban acostumbrados a un modo de tratar con Dios que se inspiraba más en el temor y en la distancia que en el amor y la proximidad. Pero también hay hombres y mujeres en nuestros días que no te comprenden en este punto, y tal vez entre ellos estemos también nosotros mismos. Más de una vez ofrecemos el terreno de nuestros corazones a la cizaña sembrada por el enemigo, y la buena semilla de tu manera de invocar a Dios y de relacionarte con él queda ahogada por nuestra ceguera y por nuestra hipocresía.

Queremos decirte, Señor, que creemos en ti y, como el apóstol Felipe en la última cena, te repetimos con fe: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta» (Jn 14,8).

CONTEMPLATIO

Sabemos que Dios es clemente, y nosotros, que somos pecadores, no nos alegrarnos de su severidad, sino que leemos: «El Señor es benigno y justo, nuestro Dios es todo ternura» (Sal 116,5). La justicia de Dios está envuelta de misericordia y por ese camino procede al juicio: usa la moderación cuando se trata de juzgar; y juzga de manera que usa la misericordia, pues «la Misericordia y la Paz se encuentran, la Justicia y la Paz se besan» (Sal 84,11) (Jerónimo, Commento al libro de Giona, Roma 1992, p. 82).

ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«El que siembra es Cristo: quien le encuentra tiene la vida eterna» (cfr. Mt 13,37).

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Si bien no podemos describir al Dios vivo, si podemos decir al menos cómo y dónde encontrarle. Una noche, habiendo prolongado su oración más de lo acostumbrado, el filósofo B. Pascal tuvo una ardiente experiencia del Dios vivo que intentó fijar, en forma de breves exclamaciones, en una hojita de papel que, a su muerte, encontraron cosida en el interior de su chaqueta, encima del corazón.

Decía: «Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob: no de los filósofos y de los doctos. Certeza, Sentimiento, Alegría, Paz, Dios de Jesucristo. Tu Dios será el mío. Olvido del mundo y de todo, excepto de Dios. Se le encuentra sólo por el camino enseñado por el Evangelio. Grandeza del alma humana. Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te he conocido. Que yo no tenga que ser separado de él para la eternidad. Alegría, alegría, lágrimas de alegría». Vemos aquí, en directo, lo que significa descubrir que Dios existe y tener «la respiración entrecortada» […].

Ahora bien, el Dios vivo se revela sobre todo en el más misterioso de sus juicios: el que se manifiesta en la cruz de Cristo. Sin embargo, para comprender la novedad que aporta la cruz a la comprensión del Dios vivo, debemos traer a la mente algunos momentos fuertes de la revelación bíblica sobre Dios.

En el libro del Éxodo se presenta Dios mismo a Moisés diciendo. «El Señor, el Señor» Siguen, en este punto, dos series de atributos: «Dios clemente y compasivo, paciente, lleno de amor y fiel; que mantiene su amor eternamente, que perdona la iniquidad, la maldad y el pecado, pero [y aquí empieza la segunda serie] que no los deja impunes, sino que castiga la iniquidad de los padres en los hijos y nietos hasta la tercera y cuarta generación» (Ex 34,5-7).

Este contraste característico se conserva a lo largo de toda la Biblia. Esta mantiene siempre juntos, en tensión, esos dos rasgos fundamentales de Dios: por una parte, la santidad y el poder; por otra, la bondad inmensa; por una parte, la cólera; por otra, la piedad. Nunca intenta nivelarlos, nunca ve entre ellos contradicción. Coherentemente, dos parecen ser las reacciones, o las actitudes, y, al mismo tiempo, los deberes fundamentales de la

criatura frente a este Dios: temor y amor: «Amarás al Señor, tu Dios… Temerás al Señor, tu Dios» (Dt 6,5.13) (R. Cantalamessa, La salita al monte Sinaí, Roma 1994, pp. 21-24 [edición española: La subida al monte Sinaí, Ediciones San Pablo, Madrid 1995]}.

 

Mons. Salvador Cisneros

Parroquia Santa Teresa de Ávila

 

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