Dimensión Episcopal de Animación Bíblica de la Pastoral: ¿Nostalgia del culto u oportunidad para el reencuentro con La Palabra?
COMISIÓN EPISCOPAL DE PASTORAL PROFÉTICA
Dimensión Episcopal de Animación Bíblica de la Pastoral
México, CDMX, a 30 de abril de 2020
La pandemia, que nos azota y flagela, al mismo tiempo que es una severa y crítica realidad, puede también representar una gran oportunidad para reinventarnos como humanidad, en muchos aspectos. Es ocasión para crecer en la solidaridad, la cooperación para el bien común, el respeto y el cuidado de la naturaleza, etc., pero también es oportunidad para repensarnos como comunidades de fe. Un período de la historia de Israel puede ser muy útil para nosotros aquí y ahora.
No cabe duda que entre las experiencias que marcaron la historia del Pueblo hebreo, se cuenta la del destierro o del exilio en Babilonia.
Israel logró la consolidación de un reino, mediante la confederación de las tribus, llegando a la cúspide de su grandeza durante los reinados de David y Salomón, en el siglo X a.C. Sin embargo, el esplendor no duró mucho. El reino de Israel se vio cada vez más a merced de las rencillas internas y más vulnerable ante sus poderosos vecinos.
Después de la muerte de Salomón, dividido el reino de Israel en dos facciones, el norte y el sur, los asirios aprovecharon la situación para conquistar el Reino Septentrional. El del Sur, con capital en Jerusalén, trató de mantener su independencia, pero no por mucho tiempo. Babilonia tenía metas hegemónicas, que propiciaron que lanzara su mirada conquistadora también hacia pequeño Reino de Judá.
En el año 597 a.C., las tropas del rey babilonio Nabucodonosor entraron por vez primera en Jerusalén. Una importante cantidad de personas, pertenecientes a las familias más notables del país, fueron deportadas a Babilonia, incluyendo al rey mismo. Las deportaciones continuaron, entre los años 597 y 538 a. C., el tiempo que dominó el Imperio babilonio, desde la caída de Nínive (612 a. C.), hasta la llegada del Ciro, rey de Persia, (539 a.C.). En el 586 a.C., Jerusalén fue devastada y con ella, el templo construido por Salomón. En términos generales, se pueden contar alrededor de seis décadas de duración de una experiencia tan particular, difícil pero también muy fecunda.
El destierro fue duro en sí mismo. Una nueva realidad ponía a prueba a los israelitas para reinventarse como Pueblo de Dios, fuera de la tierra que el mismo YHWH les había prometido y dado en posesión. Aunque no se puede definir estrictamente el Exilio como un período de humillante esclavitud, porque varios hebreos lograron posicionarse como trabajadores agrícolas, incluso alquilando tierras, otros laboraron en la construcción, o hasta en la corte real, como Nehemías, sin embargo, sí se trastocaron sus vidas. Tuvieron que repensarse y reformularse en sus costumbres, en su praxis religiosa, en su fe misma.
El exilio babilónico se habrá de recordar en la historia judía como un tiempo de nostalgia por la patria perdida. Pero también el episodio tuvo consecuencias decisivas en la configuración de la religión y de la identidad nacional judía. Los hebreos exiliados, al gozar de cierta libertad y de las disposiciones benévolas de algunos gobernantes, como lo atestigua el tratamiento de favor otorgado a Yoyaquim, rey legítimo de Judá (cf. Jr 52,32-34), tuvieron oportunidad de organizarse. Así fue como se pudo instituir y funcionar un consejo de los ancianos (cf. Jr 29,1; cf. también Ez 8,1; 14,1; 20,1).
Al carecer del Templo y no poder siquiera acceder a los pequeños santuarios antiguos de culto (Siló, Sikem…), los exiliados tuvieron que pensar en una nueva forma de religión, al margen de casi toda acción cultual de ofrendas y sacrificios. No se quedaron en la nostalgia por el culto y en el gemido lastimero que dejaba una pérdida, sino que ejercitaron una muy fructífera creatividad. Dispusieron reunirse en asambleas de plegarias los sábados. Así fue como nació la liturgia sinagogal. La religión empezó a ser la “ofrenda de los labios y del corazón contrito” (Sal 51). La misma observancia de la Ley adquirió sentido cultual. Pero lo más importante de todo fue que la vida de fe tuvo como centro la Palabra revelada por Dios a su Pueblo.
La cautividad de Babilonia puso a prueba la fe de un pueblo, que vio perdidas sus instituciones fundamentales: el templo, la tierra, la realeza y la unidad como nación. Sin embargo, lograron una fecunda labor de profundización espiritual, de relectura de sus tradiciones y textos sagrados, incluso de un lenguaje nuevo. Fue un período de intensa actividad literaria y teológica. Se desarrolló vigorosamente la corriente sacerdotal. El dinamismo generado, se proyectó más allá, en el período posexílico. Los exiliados establecieron un nuevo modelo religioso y político que ha marcado todo el devenir del pueblo judío incluso hasta nuestros días.
Parece que tenemos mucho que aprender de un Pueblo, que en uno de los períodos más críticos de su historia, logró que fuera favorable, al despertar la creatividad de su fe, en el Exilio. Tampoco nosotros podemos quedarnos anclados en el lamento por lo que ahora no podemos tener. Es verdad que necesitamos los sacramentos, especialmente la Eucaristía, también la Reconciliación, la Unción de los enfermos y todos los demás; necesitamos, con los funerales, celebrar la esperanza en la vida eterna, incluso extrañamos los actos de piedad como las bendiciones, procesiones, etc. Pero hoy tenemos una gran oportunidad: redescubrir la riqueza del alimento de la PALABRA.
Los hombres y las mujeres de fe podemos, en nuestros hogares, en el ya tan sonado “quédate en casa”, retomar nuestras Biblias, a veces tan empolvadas. Podemos leer y orar, ya sea personalmente, pero sobre todo en familia, con la Palabra de Vida, que el Señor nos ha revelado. Nadie niega que la Eucaristía es alimento (y tiene cierta legitimidad que algunos pidan que se siga celebrando), pero también la Palabra de Dios escrita es alimento de vida. Un pastor luterano decía: “las comunidades cristianas protestantes, durante cinco siglos nos hemos alimentado de la Palabra, ella nos ha sostenido en nuestra fe”. Nosotros los cristianos católicos, somos más afortunados porque tenemos más alimentos. Pero ahora, al no poder recibirlos como de ordinario y, quizás, sin valorarlos lo suficiente, no debemos olvidar que también tenemos este alimento tan importante: LA PALABRA DE DIOS ESCRITA EN LA BIBLIA.
+Mons. Adolfo M. Castaño Fonseca
Obispo de Azcapotzalco
Responsable Episcopal de la Dimensión Bíblica de la Pastoral
María del Socorro Becerra Molina, hmsp
Secretaria de la Dimensión Bíblica de la Pastoral