¿Cómo crece el reino de Dios?
Jesús cuenta en el evangelio dos parábolas sobre el crecimiento del reino de los cielos, cada una con un objetivo diferente.
La primera pone el acento sobre el crecimiento de la simiente. El labrador no ha dado a la semilla la fuerza que necesita para crecer, ni puede influir en su crecimiento: «La tierra va produciendo la cosecha ella sola». Esto no significa que el hombre no tenga nada que hacer: tiene que preparar la tierra y echar en ella la simiente. Pero no es él quien realiza el trabajo principal, sino Dios mismo, mientras el hombre «duerme de noche y se levanta de mañana» día tras día.
El reino de Dios tiene sus propias leyes, unas leyes que en modo alguno le son impuestas por el hombre; el reino de Dios no es un producto de la técnica; la semilla, el tallo, la espiga, el grano, el momento de la cosecha: todo esto pertenece a la estructura propia del reino y en modo alguno depende de las prestaciones humanas.
Esto es precisamente lo que muestra la segunda parábola: el fruto en sazón, que al principio parecía tan ridículamente pequeño a ojos de los hombres, se revela al final más grande que todo lo que el hombre hubiera podido realizar. ¿Y la cosecha? Será ciertamente la cosecha de Dios, pero en beneficio del hombre que prepara la tierra y esparce en ella la semilla. Dios cosecha, como dice el empleado negligente y cobarde de la parábola de los talentos, «donde no siembra», pero cosecha en el fondo para ambos: pues encomienda al empleado fiel y cumplidor el gobierno de un amplio territorio.
La actitud del labrador que espera pacientemente la cosecha es la de una permanente seguridad de que la ley de Dios en la naturaleza se habrá de cumplir. Del mismo modo la confianza de Pablo es una confianza permanente, sea cual sea la apariencia del clima espiritual en su vida o en la de su comunidad. «Caminamos guiados por la fe».
El hombre preferiría dirigir el tiempo, manejarlo a su antojo, ser el dueño de los imponderables; Pablo preferiría vivir ya junto al Señor antes que vivir en la fe, en el «destierro», pero el abandono en manos de Dios es más importante que sus preferencias, «estemos en destierro o en patria». El apóstol es sólo un labrador: «Yo planté, Apolo regó, pero era Dios quien hacía crecer».
Mons. Salvador Cisneros
Parroquia Santa Teresa de Ávila