Evangelio del Día
Martes 29 de diciembre
LECTIO
Evangelio: Lucas 2,22-35
Cuando se cumplieron los días de la purificación prescrita por la ley de Moisés, llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor, como prescribe la ley del Señor: Todo primogénito varón será consagrado al Señor. Ofrecieron también en sacrificio, como dice la ley del Señor: un par de tórtolas o dos pichones.
Había en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que esperaba el consuelo de Israel. El Espíritu Santo estaba en él y le había revelado que no moriría antes de ver al Mesías enviado por el Señor. Vino, pues, al templo, movido por el Espíritu y, cuando sus padres entraban con el niño Jesús para cumplir lo que mandaba la ley, Simeón lo tomó en sus brazos y bendijo a Dios diciendo: Ahora, Señor, según tu promesa puedes dejar que tu siervo muera en paz. Mis ojos has visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos, como luz para iluminar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel.
Su padre y su madre estaban admirados de las cosas que se decían de él. Simeón los bendijo y dijo a María, su madre: -Mira, este niño va a ser motivo de que muchos caigan o se levanten en Israel. Será signo de contradicción, y a ti misma una espada te atravesará el corazón; así quedarán al descubierto las intenciones de todos.
ORATIO
Señor Jesús, desde niño has querido darnos ejemplo de sencillez y pobreza con tu vida oculta y confundida entre la gente común. Has querido también ser presentado en el templo y someterte a la ley del tiempo como un primogénito cualquiera de tu pueblo. Te has hecho reconocer como Mesías y Salvador universal por Simeón, hombre justo y abierto a la novedad del Espíritu, porque tú siempre te revelas a los sencillos y mansos de corazón y no a los que el mundo considera grandes y poderosos.
Te pedimos que te nos manifiestes también a nosotros, a pesar de nuestra pobreza e incapacidad para acoger el paso de tu Espíritu por nuestra vida, para que podamos reconocerte como «luz» para nosotros y para nuestros hermanos. También nosotros, como el anciano Simeón, queremos bendecirte por las promesas que has cumplido dándonos la salvación y por las muchas maravillas que has realizado entre nosotros y continúas realizando con tu presencia providente y amorosa. Pero, sobre todo, queremos vivir lo que nos has enseñado con el mandamiento del amor fraterno: procurar el bien de los hermanos, llevar sus cargas y desventuras y compartir los sufrimientos de nuestros prójimos. Que nuestro vivir sea una ofrenda generosa de cuanto somos al Padre, para que nuestra pobre humanidad renazca a una vida nueva.