Jesús les dijo: Un profeta sólo es despreciado en su pueblo y en su casa

Evangelio: Mateo 13,54-58

En aquel tiempo, fue Jesús a su pueblo y se puso a enseñarles en su sinagoga. La gente, admirada, decía:

—¿De dónde le vienen a éste esa sabiduría esos poderes milagrosos? “¿No es éste el hijo del carpintero? ¿No se llama su madre María, y sus hermanos, Santiago, José, Simón Judas? ¿No están todas sus hermanas entre nosotros? ¿De dónde, pues, le viene todo esto?

” Y los tenía escandalizados. Pero Jesús les dijo:

—Un profeta sólo es despreciado en su pueblo y en su casa.

-“Y no hizo allí muchos milagros por su falta de fe.

Tras el «discurso de las parábolas» (cf. 13,1-52), Mateo nos presenta a Jesús en la sinagoga de su pueblo, en Nazaret, rechazado por sus paisanos (cf. Mc 6,1-6).Éstos, desde la admiración inicial por su sabia enseñanza (v. 54), pasan a preguntarse por la predicación del «hijo del carpintero», por María, su madre, por sus hermanos y hermanas, e incluso se escandalizan de él. Con las palabras «y los tenía escandalizados» (v. 57), Mateo nos introduce en el misterio de la persona de Jesús. Sus paisanos quieren comprender a Jesús par­tiendo únicamente del aspecto humano, como habían hecho también, en otras circunstancias, sus mismos parientes (cf.: Mc 3,21). Su conocimiento humano se vuelve para los naturales de Nazaret un obstáculo para penetrar en la persona de Jesús y acogerle, para creer en él como el mesías esperado: (‹ ¿De dónde, pues, le viene todo esto?» (y. 56b).

Frente a este rechazo explícito, Jesús constata la ver­dad del proverbio: «Un profeta sólo es despreciado en su pueblo y en su casa» (v. 57b). La suerte que le espera a cada profeta verdadero, como la de Jesús y la de todo verdadero discípulo, es la incomprensión, el desprecio, el escarnio y la persecución, llevada hasta el sacrificio de la muerte a causa de la verdad. Serán precisamente la incomprensión y la falta de fe de sus paisanos las que impedirán a Jesús hacer allí muchos milagros, porque sólo la fe permite la comprensión del misterio de su persona de mesías e hijo de Dios.

MEDITATIO

El evangelio de hoy nos invita a reflexionar sobre la necesidad de captar la presencia de Dios en nuestra vida cotidiana. Es probable que los paisanos de Jesús estu­vieran acostumbrados a encontrar a Dios en las grandes solemnidades festivas y en medio de las convocaciones de las que habla la primera lectura. En ellas, entre el incienso de las imponentes celebraciones y la sangre de los sacrificios ofrecidos en su honor, captaban la majes­tuosa presencia del Dios que había liberado a sus ante­pasados de la esclavitud de Egipto y les había guiado paso a paso, a través del desierto, en la conquista de la tierra prometida.

Por otra parte, también estaban acostumbrados des­de hacía años al trato familiar con «el hijo del carpinte­ro», Jesús, a quien habían visto crecer entre ellos como uno de tantos. Conocían a su madre, a sus hermanos y hermanas. Y ahora le veían ante ellos, pronunciando en la sinagoga unos discursos que les dejaban desconcer­tados. No conseguían conectar la vida cotidiana de un Jesús «ordinario y común» con la manifestación de su Dios. No conseguían ir más allá de lo habitual para captar lo que no era habitual en él. Y así andaban es­candalizados por su causa, sin llegar a la fe en él. Con ello perdieron la ocasión de un encuentro de salvación con Dios, un encuentro que habría podido cambiar de­finitivamente su vida.

Esto mismo supone también un riesgo constante para nosotros: esperar encontrar a Dios sólo en cir­cunstancias extraordinarias, en aquello que, según cier­to modo de pensar, nos puede parecer que está más de acuerdo con su modo divino de ser, y no captar su pre­sencia en la vida diaria. Sin embargo, precisamente por medio de Jesús, Dios nos ha hecho saber que manifiesta su presencia en la totalidad de la existencia, que hasta las cosas más pequeñas están penetradas por su pre­sencia, porque él no es un Dios lejano, sino muy pró­ximo. El desafío que brota de aquí es el de conseguir descubrirle y acogerle con gozo. Lo que en apariencia es obvio y se da por descontado, lo que pertenece a la vida de todos los días, lo que ya no llama la atención en las personas y en las cosas a las que estamos acostum­brados, es, para quien cree, como una especie de sa­cramento» de la presencia benévola de Dios. La vigilan­cia a la que tantas veces nos invita Jesús en el Evangelio se refiere también a esto: es preciso que mantengamos los ojos bien abiertos, para no dejar escapar la dimen­sión divina que tienen todas las cosas. La fe las hace todas transparentes, mientras que su falta las hace todas opacas.

ORATIO

Te pedimos, oh Señor, que nos des unos ojos para ver tu presencia y tu acción salvífica dirigida a cada uno de nosotros en las realidades más comunes y ordinarias de la vida. Captar tu presencia en ciertos momentos extraordinarios de la vida no es demasiado difícil; es algo que se impone en cierto modo por sí mismo. Lo di­fícil es descubrirte en «el hijo del carpintero», en aquel a quien la vida nos ha acostumbrado y ya no nos llama la atención. Es una tarea difícil, pero también muy fecun­da y gozosa para quien, en la fe, se confía a tu misterio.

Con tu ayuda, con el «colirio» que puedes aplicar a nuestros ojos (cf.: Ap 3,18), «recuperaremos la vista» y po­dremos descubrirte hasta en las más pequeñas y acos­tumbradas cosas de la vida. Y entonces celebraremos una fiesta, como hicieron Jesús y nuestros hermanos y hermanas santos. Señor, danos un corazón sencillo y humilde que consiga captar tu paso en la brisa ligera, en el rostro de un pobre y de un niño, igual que en el cielo silencioso de una noche plena de estrellas y de tu pre­sencia inconfundible y llena de paz.

CONTEMPLATIO

Dame, Señor, a conocer y entender qué es primero, si invocarte o alabarte, o si es antes conocerte que invo­carte. Mas ¿quién habrá que te invoque si antes no te conoce? Porque, no conociéndote, fácilmente podrá in­vocar una cosa por otra. ¿Acaso, más bien, no habrá de ser invocado para ser conocido? Pero ¿y cómo invoca­rán a aquel en quien no han creído? ¿Y cómo creerán si no se les predica? Ciertamente, alabarán al Señor los que le buscan, porque los que le buscan le hallan y los que le hallan le alabarán.

Que yo, Señor, te busque invocándote y te invoque creyendo en ti, pues me has sido ya predicado. Invócate, Señor, mi fe, la fe que tú me diste e inspiraste por la humanidad de tu Hijo y el ministerio de tu predicador (Agustín de Hipona, Las confesiones, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid ‘1968, pp. 73-74).

ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«Dichoso el que no encuentre en mí motivo de tropiezo» (Lic 7,23).

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

En su ambiente [Jesús] chocaba con muchas almas acostumbradas que creían conocer a Dios porque habían oído hablar mucho de él. La gran paradoja de la historia cristiana consiste en esto: cuando Dios se manifestó al pueblo que se estaba pre-parando desde hacía dos mil años, casi nadie le reconoció, le recibió y le siguió hasta el final. Creían desde hacía tanto tiempo que ya no creían. El hábito de creer se había ido cambiando, de una manera insensible, en el hábito de no creer. Rezaban desde hacía tanto tiempo que ya no hacían otra cosa más que recitar oraciones. Esperaban desde hacía tanto tiempo que ya estaban seguros de que nada vendría a descomponer esa costumbre de esperar que se había ido convirtiendo, poco a poco, en una costumbre de no esperar nada.

Hay en esto una advertencia terrible para todos aquellos que, como nosotros, se creen familiarizados con las cosas divinas, piensan que están garantizados por su ascendencia o por su educación, se imaginan que la frecuentación cie las iglesias o la práctica de los sacramentos constituyen un testimonio seguro de su pertenencia a Dios.

Nadie puede poner su confianza en las estructuras religiosas […]. Ahora bien, todo el problema consiste en saber si somos nosotros quienes servimos a estas estructuras, las conservamos, las respetamos, o si, en cambio, nos servimos de ellas de una manera activa y personal. Ninguna estructura, por muy santa que sea, puede salvar por sí misma.

Las estructuras son indispensables. A buen seguro, repugna una institución sin inspiración, pero toda inspiración engendra una institución. No hay matrimonio sin amor, pero un verdadero amor crea un verdadero matrimonio. No hay Iglesia sin Espíritu vivificador, pero el Espíritu se muestra visible y activo sólo en una comunidad fraterna: «Mirad cómo se aman» (L. Evely, Medita­zioni sul vangelo, Asís 1975, pp. 224-226).

 

Mons. Salvador Cisneros

Parroquia Santa Teresa de Ávila

 

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