El que no nazca de nuevo no puede ver el Reino de Dios

 Lunes de la segunda semana de pascua

Evangelio según san Juan 3, 1-8:

“Un fariseo llamado Nicodemo, magistrado judío, fue a ver a Jesús de noche y le dijo: Rabí, sabemos que has venido de parte de Dios, como maestro…, pues nadie hace las señales que tú haces si Dios no está con él. Jesús le contestó: Te lo aseguro, el que no nazca de nuevo no puede ver el Reino de Dios… Nicodemo repuso: Pero ¿Cómo es posible que un hombre vuelva a nacer siendo viejo? ¿Acaso puede entrar de nuevo en el seno materno para nacer. Jesús le contestó: Yo te aseguro que nadie puede entrar en el Reino de Dios, si no nace del agua y del Espíritu. Lo que nace del hombre es humano; lo engendrado por el Espíritu es espiritual. Que no te cause, pues, tanta sorpresa lo que te he dicho: «Tienes que nacer de lo alto». El viento sopla donde quiere; oyes su rumor, pero no sabes ni de dónde viene ni a dónde va. Lo mismo sucede con el que nace del Espíritu.  

 

REFLEXIÓN

El encuentro de Jesús con Nicodemo contiene el primer gran discurso del ministerio público del Señor y tiene una gran importancia en el evangelio de Juan. El tema es el camino de la fe. El evangelista lo presenta a través de un personaje que sólo cree en los milagros y, en virtud de esta débil fe, le resulta difícil elevarse para acoger la revelación del amor que le propone Jesús. Estamos frente a la doctrina de Jesús sobre el misterio del «nuevo nacimiento», sobre la fe en el Hijo unigénito de Dios y sobre la salvación del hombre que recibe la Palabra de Jesús.Jesús desbarata la lógica humana del fariseo y lo introduce en el misterio del Reino de Dios, que está presente y obra en su persona: «El que no nazca de lo alto… Si no nace del agua y del Espíritu…». Se trata de un nacimiento del Espíritu que sólo Dios puede poner en marcha en el corazón del hombre con la fe en la persona de Jesús. Nicodemo, para pasar a la fe adulta, debe aprender a ser humilde ante el misterio, a hacerse pequeño ante el único Maestro, que es Jesús. 

 

ORATIO

Debo reconocer, Señor, que mi oración es poca, y ese poco más bien narcisista. Te hablo de mis cosas, de mis preocupaciones, de mi prójimo, de lo que me angustia o de lo que tiene relación conmigo. Pero te hablo poco del Reino, de la Palabra que debería ser anunciada de modo menos endeble, de mí y de los cristianos que es­tán a la defensiva, de la evangelización de los pueblos y del pueblo en el que vivo.¿No será porque me he resignado al ocaso de la fe? ¿No será acaso que me impresiona más la pobreza eco­nómica que la pobreza espiritual? ¿No será que también yo me he adecuado a ese modo de pensar, tan difundi­do en nuestros días, de que lo importante es «hacer el bien»? Señor, sé que eso es verdad, pero dame la pro­funda convicción de que también es insuficiente. En efecto, si no te anuncio, ¿quién te amará? Y si no te amamos, ¿qué vale la vida? Convénceme, Señor, del pri­mado de la Palabra, de la necesaria prioridad que he de otorgarle a su anuncio, del hecho de que debo partici­par en la evangelización a partir de mi oración. Oh Se­ñor, que amas a todos los hombres y toda la creación, dirige a ti y a tu Palabra mi pobre oración. 

 

Mons. Salvador Cisneros G.

Parroquia Santa Teresa de Ávila 

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