La intimidad de Dios

La Antigua Alianza no ha conocido todavía el misterio íntimo de Dios, su Trinidad. Pero tiene un profundo sentido de la libertad interior de Dios, de su poder y de su plenitud de vida, que se expresa ante el pueblo: él es «compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad». Se le puede pedir que se digne caminar con el hombre, perdonar su culpa y su pecado. En estas expresiones no hay el menor rastro de querer influir mágicamente sobre lo divino, sólo es reconocimiento de Dios. El pueblo de Israel confía en esos atributos propios de Dios:«Tómanos como heredad tuya».

Jesús nos ha manifestado el misterio de Dios. Se distingue del Padre, pero se manifiesta al mismo tiempo como procedente de El, y distingue además muy claramente al Espíritu Santo, aunque el Espíritu es el vínculo del amor entre el Padre y el Hijo.

Con la encarnación de Jesús, la vida íntima de Dios, no sólo se nos manifiesta, sino que invita a entrar en el círculo de su amor eterno. Son muchas las fórmulas del Nuevo Testamento que alaban la vida trinitaria de Dios. El saludo de San Pablo a los cristianos parte de «la gracia de nuestro Señor Jesucristo», que nos ha dado a conocer «el amor de Dios» Padre en toda su existencia y sobre todo en su pasión y muerte; pero todo sería incomprensible para nosotros si no tuviéramos además la «comunión del Espíritu Santo», es decir, la participación en este Espíritu, mediante el cual somos introducidos en la «profundidad de Dios» (1 Co 2,10) que sólo El conoce.

Pero únicamente el evangelio de Jesús nos permite entrever las auténticas dimensiones del amor divino. Jamás podríamos haber imaginado que el Padre eterno, que ha prodigado y agotado todo su amor en el Hijo engendrado por él, amara tanto al mundo creado que pudiera incluso entregar por él a su «Hijo predilecto» (Mt 3,17; 17,S), a las tinieblas del abandono de Dios y a los terribles tormentos de la cruz.

Esto sólo tiene sentido si este sacrificio del Hijo se ve al mismo tiempo como su  glorificación suprema: el Hijo muestra todo el amor del Padre precisamente «amándonos hasta el extremo» en el Espíritu Santo.

Sólo este amor absoluto es al mismo tiempo verdad, «gracia y verdad» son una misma cosa, por lo que el que no lo reconoce se excluye a sí mismo de la verdad y se entrega al juicio. Si el amor trinitario es lo único absoluto, todo el que lo rechaza se juzga a sí mismo.

 

Mons. Salvador Cisneros G.

Parroquia Santa Teresa de Ávila

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