Conmemoración de los Fieles Difuntos nos recuerda que somos peregrinos de la tierra, caminando hacia la eternidad
Pastoral de la Comunicación
Tijuana, B.C.- A pesar de que la cultura actual trata de “evitar” el tema de la muerte, sigue siendo una realidad humana que provoca diversas reacciones y que nos conduce a un camino de formas y modos en los que nos relacionamos con dicha realidad. Así, inicia el mes de noviembre y comienzan las celebraciones en memoria de los seres queridos, el 02 de Noviembre la Iglesia celebra la Solemnidad de los Fieles Difuntos. En estos días, una de nuestras tradiciones más enraizadas, es la visita a los cementerios, columbarios o criptas, para cumplir con los familiares difuntos.
En efecto, la conmemoración de los Fieles Difuntos nos indica que solamente quien puede reconocer una gran esperanza en la muerte, puede también vivir una vida a partir de la esperanza en Cristo, pues en nuestro peregrinar aquí, necesitamos de eternidad. Es en este contexto, que se recrea en las casas, escuelas, lugares públicos o plazas el olor a flores de cempasúchil sean mercados, calles o florerías, las calaveritas de azúcar y el tradicional pan de muerto, papel picado, veladoras, fotos de familia. Lo que nos remonta a las raíces de una fiesta de origen prehispánico para armonizar una tradición tanto mexicana como cristiana. Dicha celebración de muertos, estaba vinculada con el calendario agrícola prehispánico, ya que era la única fiesta que se celebraba cuando iniciaba la recolección o cosecha. En consecuencia, sus orígenes prehispánicos se dirigen a las culturas: Maya, Olmeca, Mexica, etc. donde se consideraba que el espíritu de los hombres era inmortal y el lugar a donde iban las almas de los muertos era el mictlán. Ya, en el periodo colonial los misioneros cristianos encauzaron estas costumbres, hacia el sentido de la resurrección de Jesucristo.
Por consiguiente, la costumbre de orar por los difuntos es tan antigua como la Iglesia, pero la fiesta litúrgica se remonta al 02 de noviembre del año 998, cuando fue instituida por san Odilón, monje benedictino y quinto abad de Cluny en el sur de Francia. Posteriormente Roma adoptó esta práctica en el siglo XIV y la fiesta se fue expandiendo por toda la Iglesia. Así, esta antiquísima costumbre de orar por nuestros seres queridos se ha venido realizando por siglos, y aunque algunos crean que “la persona que muere deja de existir”, la Palabra viva de Dios nos responde; “las almas de los justos están en las manos de Dios, y no los afectará ningún tormento. A los ojos de los insensatos parecían muertos.” (Sab 3, 1-2), y ese pensamiento de siglos se da a relucir más en esta celebración. Incluso en catacumbas o cementerios de los primeros cristianos, hay aún labradas oraciones primitivas, lo que demuestra que los cristianos de los primeros siglos ya oraban por sus muertos.
Celebrar desde la identidad cristiana, anima y fortalece la vida espiritual y renueva a fe en el misterio pascual de Cristo, ya que este encuentro anual entre las personas que la celebran y sus antepasados, desempeña una función espiritual y social que recuerda el lugar del hogar, la casa y la familia. Las maneras de celebrar pueden ser diversas, entre ellas: orando en familia por los seres queridos que descansan en paz, preparándose espiritualmente para ganar indulgencia plenaria o parcial para ellos, participar debidamente y comulgar en la Santa Misa en ofrecimiento por su eterno descanso, conviviendo como Iglesia, dando testimonios como verdaderos creyentes en la comunión y fraternidad, asistiendo a los panteones o criptas respetuosamente orando y adornándolas con flores; como símbolo de nuestra fe de que en ese lugar un día “resucitarán” (Rm 8,11; 1 Cor 15, 12-16) así como encender luces, avivan la visión cristiana de que “el hombre puede explicarse sólo si existe un Amor que supera todo aislamiento, también el de la muerte, en una totalidad que trascienda también el espacio y el tiempo”, (Benedicto XVI, Audiencia general, 02. 11. 2011).
El camino de la muerte, en realidad, es un camino de esperanza, y más que sentir nostalgia por no tener a nuestros seres queridos, -y que es válido tenerla-es permanecer en el gozo sereno de que ellos gozan ya la presencia de Dios o están en la espera de ir con él.