Mensaje de Apertura de la CIV de la Asamblea Plenaria de la Conferencia del Episcopado Mexicano

Cardenal Francisco Robles Ortega

Arzobispo de Guadalajara

Presidente de la Conferencia del Episcopado Mexicano

13 de noviembre de 2017

 

Señores Cardenales,

Señor Nuncio Apostólico,

Señores Arzobispos y Obispos,

Señores Presbíteros,

Consagradas y Consagrados,

Hermanos Laicos:

 

Introducción

 

Encontrarnos nuevamente como hermanos en la Asamblea que cada seis meses organizamos los obispos mexicanos es motivo de gran alegría. No sólo porque nos podemos saludar y convivir durante algunos días sino porque nuestra comunión es siempre fuente de gracias y anuncio de que es posible construir una Iglesia sinodal, en el sentido más simple y etimológico del término. Una Iglesia que avanza en un camino común, con variedad de personas y sensibilidades, pero vinculada por la presencia de Jesucristo que nos sostiene en nuestro ministerio.

Las Asambleas de la Conferencia del Episcopado Mexicano no son una mera reunión burocrática sino que se inscriben en el camino de la Iglesia latinoamericana, que por gracia de Dios, hoy contribuye como nunca a la Iglesia Universal a través de la persona, la palabra y el gesto del Papa Francisco.

En más de un sentido, el Papa nos está educando. Nos recuerda lo esencial, lo elemental, que tal vez por básico tiende a darse por supuesto. El nos invita a vivir la unidad entre nosotros y con nuestro Pueblo. Esto no es populismo ni palabrería sino fidelidad al evangelio y a la mejor interpretación de la eclesiología del Concilio Vaticano II.

De entre los muchos textos que el Papa nos regala sobre estos asuntos me gusta recordar tres renglones que son sumamente compactos, claros y directos:

“La Iglesia es la comunidad de los discípulos de Jesús; la Iglesia es Misterio y Pueblo, o mejor aún: en ella se realiza el Misterio a través del Pueblo de Dios.”[1]

Así las cosas, la unidad episcopal es parte de la unidad profunda que la Iglesia mantiene con el Misterio que la funda y con el Pueblo que lo realiza.

Con este enfoque, me parece, tenemos que mirar los acontecimientos que han marcado a nuestras iglesias particulares en los últimos meses y también los desafíos que vienen por delante en el futuro próximo.

I

El mes de septiembre fue una gran prueba para el pueblo mexicano. Tuvimos una tormenta tropical en el sur de la península de Baja California, un huracán que tocó tierra en Veracruz y otro huracán que impactó en las costas de Guerrero. Los daños humanos y materiales fueron cuantiosos. Sólo estos fenómenos naturales constituyen ya un escenario de profundo dolor y sufrimiento. Pero como todos sabemos, no fueron lo único que sucedió.

Los terremotos del pasado 7 y 19 de septiembre fueron devastadores. Morelos, Puebla, Guerrero, Oaxaca, Chiapas, Tlaxcala, Tabasco, La Ciudad y el Estado de México sufrieron daños incalculables. La destrucción de numerosas viviendas, oficinas gubernamentales, escuelas, hospitales, comercios y templos, aunados a las personas que perdieron la vida, han calado en lo más profundo de la conciencia nacional.

La reacción solidaria, que rebasó por mucho las previsiones gubernamentales, ha mostrado de manera elocuente que los diagnósticos sociológicos respecto de la apatía y la pasividad de los jóvenes, fueron siempre incompletos. En lo escondido del pueblo mexicano, subsisten energías que permiten ir más allá de la prisión del yo y salir al encuentro de la necesidad y del dolor del prójimo, del hermano que sufre y que lo ha perdido todo.

Más aún, en el fondo del corazón humano, subsiste la inquietud por un destino trascendente que moviliza a las personas y las hace arrodillarse e implorar la ayuda de Dios y de la Virgen con gran sinceridad y sencillez. La gracia actúa siempre en el secreto de la vida interior. La acción de Dios, invisible y discreta, por supuesto no es cuantificable. Sin embargo, es real y eficaz. Una vez más debemos recordar que no es posible interpretar al pueblo mexicano, especialmente en estas difíciles circunstancias, al margen de su peculiar experiencia de fe.  Por ello, podemos seguir diciendo que México es un pueblo muy religioso y muy solidario, que no desespera aún en circunstancias sumamente dramáticas. México, aún sabe acudir a Santa María de Guadalupe, Madre del verdadero Dios por quien se vive, para encontrar luz en los momentos de dolor y oscuridad. México aún sabe socorrer al hermano que ha caído en desgracia.

Las diócesis y la Conferencia del Episcopado Mexicano a través de Cáritas y otras instancias pastorales han movilizado diversos recursos para el rescate, la ayuda inmediata y la reconstrucción. Evidentemente, nuestro aporte como Iglesia aún siendo muy grande, no logra ser apreciado por los medios de comunicación. La invisibilización del aporte católico en estos y otros asuntos sigue siendo constante. En los grandes noticieros nacionales apenas y es perceptible la acción de la Iglesia en momentos de emergencia como el que hemos vivido.

Nadie busca un protagonismo vano o una presuntuosa y falsa actitud solidaria. Lo que deseo subrayar es que continua la marginación de la contribución cristiana al desarrollo social del país.

A este respecto, no podemos dejar de mencionar que existieron situaciones de tensión al momento de intentar canalizar ayudas por parte de la Iglesia y que, en algún caso, fueron desviadas hacia otras instancias. Sin faltar algunos abusos y maltratos graves a brigadistas.

Menciono breve pero claramente estos hechos para evidenciar que junto con una corresponsabilidad ciudadana del todo encomiable, conviven lamentablemente algunas acciones deleznables que no logran advertir que en situaciones de emergencia, la prioridad absoluta deben ser los más pobres, los más vulnerables, los más necesitados de ayuda inmediata.

Descubrir que en algunos el corazón endurecido les nubla la mirada para acoger y reaccionar ante el dolor y el sufrimiento de nuestro pueblo, es muy cuestionante. Por eso, más allá de las ayudas materiales, la misión de la Iglesia se sitúa en la reconstrucción del corazón humano que requiere ser purificado y sanado para que nunca la vida de un hermano en desgracia nos sea indiferente.

Diversas voces, en tonos apocalípticos, anunciaron, así mismo, a través de redes sociales, que los terremotos y otros fenómenos naturales recientes, podrían ser un “castigo de Dios”. En momentos de confusión como estos, es preciso que los católicos reaprendamos a anunciar el verdadero significado de estas pruebas. Dios permite cosas como los desastres naturales, para redescubrir cuánto lo necesitamos a El y para también redescubrir el rostro de nuestro hermano. En cierto sentido, en el dolor y en el sufrimiento, la verdad sobre la persona de Dios y la verdad sobre la persona de mi prójimo pueden emerger si no cierro mi consciencia y mi corazón.

II

Numerosos analistas han comentado que la gran movilización ciudadana ante los terremotos debe de encausarse de inmediato para construir una sociedad civil más organizada, más participativa y más responsables del bien común nacional.

En esta tarea, nuevamente la labor de la Iglesia es insustituible. La reconstrucción no puede ser sólo material. La principal reconstrucción que hoy requiere nuestro país es de orden espiritual, cultural y social. Como decíamos hace algunos años los obispos mexicanos en una de nuestras Cartas Pastorales, los procesos de transición, de cambio social, no tienen su destino asegurado[2]. Es necesario darles rumbo entre todos.

El verdadero rumbo no se da a través de consignas fáciles u ocurrencias coyunturales. El camino que es preciso andar para que México salga adelante sólo se puede encontrar redescubriendo nuestra identidad y nuestra vocación más profunda. El pueblo mexicano es una síntesis de razas y culturas lograda a través de múltiples sucesos históricos entre los cuales, el más decisivo, es el Acontecimiento Guadalupano. El mestizaje étnico y la articulación de valores, lenguajes, culturas y expectativas en una síntesis única, es fruto en buena medida de una Presencia maternal, evangelizadora y misionera que  reconcilió a los pueblos en conflicto y orientó las energías para la reconstrucción de una realidad profundamente herida, hace casi 500 años.

Hoy tenemos la oportunidad de preparar un camino análogo. Un camino de reencuentro con Santa María de Guadalupe, que nos permita colaborar en la reconstrucción espiritual y material de nuestra nación. En este sentido, todos los esfuerzos que hagamos dirigidos hacia los años 2031 y 2033, incluido nuestro Proyecto Global, son más importantes y pertinentes que nunca.

Es preciso asumir estos esfuerzos con máxima seriedad y responsabilidad. Es nuestro Pueblo, en el que Dios habita, el que espera un gesto responsable, valiente y misionero de todos nosotros, los pastores de la Iglesia en México.

El horizonte de 2031 no hay que verlo como una mera fecha remota sino como una invitación para que desde ahora asumamos el mensaje profundo del Acontecimiento Guadalupano, como programa y como aliento constante. No es “mañana” cuando tendremos que responder al don que hemos recibido. Es “desde ahora”, que debemos proponer que la reconstrucción y la reconciliación son posibles en nuestro México, siempre basadas en la vigencia de la justicia, de la paz y de la dignidad de cada mexicano. Es desde ahora que tenemos que volver a mirar a Santa María de Guadalupe como Patrona de nuestra libertad y como custodia de nuestro destino como nación.

III

En los próximos ocho meses viviremos el estremecimiento de las precampañas y las campañas electorales. Nunca como ahora, el desconcierto y la insatisfacción social definen el escenario. Los candidatos independientes surgen y momentáneamente parecen ofrecer una alternativa a las opciones políticas tradicionales. Sin embargo, más pronto que tarde, algunos independientes resulta que no lo son tanto.

La sociedad busca opciones ciudadanas pero pareciera que éstas no logran aún madurar y consolidarse en su originalidad e independencia. Por otra parte, los Partidos políticos desdibujan sus identidades, pierden sus liderazgos-claves, se vinculan con opciones políticas contrapuestas, haciendo que el voto en consciencia de los católicos sea más arduo que nunca.

¿Qué palabra puede decir la Iglesia ante tal desconcierto? ¿Cómo ayudar a que exista una participación democrática madura, basada en una reflexión crítica y ética con gran perspectiva de bien común?

Desde mi punto de vista es preciso que anunciemos con caridad tres cosas esenciales:

Primero: La Iglesia como institución no debe inducir el voto hacia partido o candidato alguno. No es nuestra misión sustituir las conciencias sino iluminarlas con la luz de la fe y con las exigencias éticas que brotan de la dignidad inalienable de la persona humana.

Segundo: Hay que evitar que nuestro pueblo crea que el criterio es elegir el “mal menor”. En la enseñanza de la Iglesia el mal moral no puede ser elegido nunca ni como fin ni como medio. El principio del “mal menor” sólo aplica cuando los males en juego son de orden físico, no moral, tal y como lo saben bien, por ejemplo, los expertos en bioética. En escenarios políticos complejos lo que debe imperar es la búsqueda del “bien posible” que aunque sea modesto, todos estamos obligados a procurar.[3] En un proceso electoral, esto significa que la conciencia cristiana debe discernir cual de las opciones puede generar un poco más de bien, tomando en cuenta, insisto, la complejidad de las circunstancias. Hacer el “bien posible” significa impulsar todo lo que aporte al bien común,  a la paz, a la seguridad, a la certidumbre,  a la justicia, al respeto a los derechos humanos y a la solidaridad real con los más pobres y excluidos. La Doctrina social de la Iglesia nos ofrece estos y otros valores para que cada persona tome sus decisiones en conciencia y con entera libertad.

Tercero: Hay que estimular la más amplia participación cívica. Entre más ciudadanos participen, más posibilidades habrá de que nuestra sociedad madure y sea responsable de la cosa pública. No hay que temer a la participación. Al contario, la próxima elección federal será una gran ocasión para que desde la fe todos podamos mostrar nuestro compromiso con México, es decir, con el pueblo real, que hoy se encuentra sufriendo mucho.

IV

La Iglesia en México, la Iglesia toda, es discípula misionera de Jesucristo. Él es la única y verdadera novedad que puede sanar nuestras heridas y abrir caminos de auténtica promoción humana. En particular, los más jóvenes necesitan escuchar de nosotros el evangelio, la buena noticia de que Jesús ha resucitado y ha vencido nuestro pecado y nuestra miseria. Este anuncio, cuando es fiel al depósito de la fe, es anuncio de una propuesta integral que comienza en el corazón y se expande hacia todos los espacios y ambientes, que atiende lo cercano y alcanza hasta la última periferia.

Quiera Dios regalarnos su gracia para que seamos siempre fieles al don de su Hijo. Quiera la Virgen Santa María de Guadalupe ayudarnos a ser testigos de Esperanza en los próximos meses y años.

¡Muchas gracias!.

[1] Francisco, Encuentro con el Comité Directivo del CELAM, Bogotá, 7 de septiembre 2017.

[2] “Como todo proceso de cambio, nuestra transición no posee un rumbo asegurado. Por ello, es necesario hacer un esfuerzo permanente de búsqueda de consensos y de reorientación de iniciativas basadas en principios que permitan mantener, entre todos, un rumbo fundamental que tienda a lograr el bien común paso a paso y con efectividad.” (Conferencia del Episcopado Mexicano, Carta Pastoral Del encuentro con Jesucristo a la solidaridad con todos, CEM, México 2000, n. 253.).

[3] Un corazón misionero “nunca se encierra, nunca se repliega en sus seguridades, nunca opta por la rigidez autodefensiva. Sabe que él mismo tiene que crecer en la comprensión del Evangelio y en el discernimiento de los senderos del Espíritu, y entonces no renuncia al bien posible, aunque corra el riesgo de mancharse con el barro del camino.” (Francisco, Evangelii gaudium, n. 45.).

 

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