Somos el templo del Dios vivo
Para los judíos, el templo de Jerusalén era la expresión más clara de la presencia de Dios en el pueblo. Lugar de encuentro y lugar de culto. Hablar en contra del templo era hablar contra Dios.
Pero toda esta impresionante estructura religiosa se fosilizaba y resquebrajaba. El templo que Dios quiere no es de piedras, sino de carne y sangre; no tiene muros o velos de separación, sino que está abierto de par en par. En el templo que Dios quiere no se permiten ofrendas de sangre, sólo de amor.
El gesto violento de Jesús tiene un valor profético: quiere defender a todos los templos vivos, verdaderos templos de Dios, de toda profanación, de todo mercantilismo, de toda mixtificación e impureza religiosa.
Siento que el látigo de Jesús sigue levantado contra todos los mercaderes de nuestros templos actuales. La amenaza de Jesús va dirigida contra todos los profanadores de templos humanos, y contra todos los mercaderes de templos vivos.
Hay algo alarmante en nuestra sociedad que nunca denunciaremos lo bastante. Vivimos en una civilización que tiene como eje de pensamiento y criterio de actuación, la secreta convicción de que lo importante y decisivo no es lo que uno es sino lo que tiene. Se ha dicho que el dinero es «el símbolo e ídolo de nuestra civilización». Y de hecho, son mayoría los que le rinden y sacrifican todo su ser.
Pero, los creyentes hemos de recordar algo más. El dinero abre todas las puertas, pero nunca abre la puerta de nuestro corazón a Dios.
El templo deja de ser lugar de encuentro con el Padre cuando nuestra vida es un mercado donde sólo se rinde culto al dinero. Y no puede haber una relación filial con Dios Padre cuando nuestras relaciones con los demás están mediatizadas sólo por intereses de dinero.
Imposible entender algo del amor, la ternura y la acogida de Dios a los hombres cuando uno vive comprando o vendiéndolo todo, movido únicamente por el deseo de «negociar» su propio bienestar.
Mons. Salvador Cisneros G.
Parroquia Santa Teresa de Ávila