Todos los bautizados, (estamos) llamados a testimoniar en los diversos entornos de la vida, el Evangelio de Cristo.
Las palabras del Papa en la oración del Ángelus, 15.07.2018
El Papa Francisco se ha asomado esta mañana a mediodía a la ventana de su estudio en el Palacio Apostólico Vaticano para rezar el Ángelus con los fieles reunidos en la plaza de San Pedro para la habitual cita dominical.
Estas han sido las palabras del Santo Padre al presentar la oración mariana:
Antes del Ángelus
El Evangelio de hoy (véase Mc 6, 7-13) narra el momento en que Jesús envía a los Doce en misión. Después de haberlos llamado uno por uno con su nombre, “para que estuvieran con él” (Mc 3:14), escuchando sus palabras y observando sus gestos de curación, ahora los llama de nuevo para “enviarlos de dos en dos” (6, 7) en las aldeas a las que iba a ir. Es una especie de “entrenamiento” de lo que estarán llamados a hacer después de la Resurrección del Señor con el poder del Espíritu Santo.
El pasaje del Evangelio se centra en el estilo del misionero, que podemos resumir en dos puntos: la misión tiene un centro; la misión tiene un rostro.
El discípulo misionero tiene ante todo su centro de referencia, que es la persona de Jesús. El relato lo indica usando una serie de verbos cuyo tema es él: “llamó”, “comenzó a enviarlos”, “dándoles poder”, “les ordenó”, “les dijo “(versículos 7.8.10) – de modo que el ir y el obrar de los Doce aparece como la irradiación desde un centro, la reproducción de la presencia y de la obra de Jesús en su acción misionera. Esto manifiesta cómo los Apóstoles no tengan nada suyo que anunciar, ni capacidad alguna para demostrar, sino que hablan y actúan como “enviados”, como mensajeros de Jesús.
Este episodio del Evangelio también nos concierne, y no sólo a los sacerdotes, sino a todos los bautizados, llamados a testimoniar en los diversos entornos de la vida, el Evangelio de Cristo. Y para nosotros también, esta misión es auténtica sólo desde su centro inmutable, que es Jesús. No es una iniciativa de los creyentes individuales ni de los grupos ni tampoco de las grandes agregaciones, sino la misión de la Iglesia inseparablemente unida a su Señor. Ningún cristiano anuncia el Evangelio “por su cuenta”, sino solamente enviado por la Iglesia, que ha recibido el mandato de Cristo mismo. Y precisamente el Bautismo es lo que nos hace misioneros. Un bautizado que no siente la necesidad de anunciar el Evangelio, de anunciar a Jesús, no es un buen cristiano.
La segunda característica del estilo del misionero es, por así decirlo, un rostro, que consiste en la pobreza de los medios. Su equipaje obedece a un criterio de sobriedad. Los Doce, de hecho, tienen la orden de que “nada tomasen para el camino, fuera de un bastón: ni pan, ni alforja, ni calderilla en la faja” (v. 8). El Maestro los quiere libres y ligeros, sin apoyos y sin favores, seguros sólo del amor de Aquel que los envía, fuertes sólo de su palabra que van a anunciar. El bastón y las sandalias son la dotación de los peregrinos, porque eso son los mensajeros del reino de Dios, no managers omnipotentes, no funcionarios inamovibles, no divos de gira. Pensemos, por ejemplo, en esta diócesis de la cual soy obispo.
Pensemos en algunos santos de esta diócesis de Roma: San Felipe Neri, San Benito José Labre, San Alejo, Santa Ludovica Albertoni, Santa Francisca Romana, San Gaspar Del Búfalo y tantos otros. No eran funcionarios ni empresarios, sino humildes trabajadores del Reino. Tenían este rostro. Y a este “rostro” también pertenece la forma en que se recibe el mensaje: puede suceder, en efecto, que no sea bien recibido o escuchado (cfr. Vr. 11). También esto es pobreza: la experiencia del fracaso. La vivencia de Jesús, que fue rechazado y crucificado, prefigura el destino de su mensajero. Y solo si estamos unidos a Él, muertos y resucitados, conseguimos encontrar el valor de la evangelización.
Que la Virgen María primera discípula y misionera de la Palabra de Dios, nos ayude a llevar al mundo el mensaje del Evangelio en una alegría humilde y radiante, más allá de cualquier rechazo, incomprensión o tribulación.
Después del Ángelus
Queridos hermanos y hermanas:
Os saludo de corazón a todos, romanos y peregrinos de Italia y de diversas partes del mundo: familias, grupos parroquiales, asociaciones.
En particular, saludo a las Hermanas de la Preciosísima Sangre de Monza, a las novicias de las Hijas de María Auxiliadora de varios países, y a la juventud polaca de la diócesis de Pelplin (Polonia), que participan en un retiro espiritual en Asís.
Os deseo a todos un feliz domingo y, por favor, no os olvidéis de rezar por mí. ¡Buen almuerzo y hasta pronto!