¿Cómo se vive el reino de Dios?

Jesús anuncia el reino de Dios en tres parábolas. En la primera, la semilla de Dios crece en medio de la cizaña, que no ha sido sembrada por Dios, sino por su enemigo, y que Dios deja crecer para no poner la cosecha en peligro. 

En la segunda se presenta la levadura de la fiesta cristiana que penetra en la masa y hace que todo fermente poco a poco. Y finalmente el reino de los cielos se compara con la más pequeña de todas las semillas, pero que terminará siendo más grande que todas las plantas. 

El Espíritu Santo interpreta el misterio del Reino que nuestra comprensión humana no logra penetrar. Es lo que dice expresamente la segunda lectura. El hombre, incluso el cristiano, puede a menudo quedarse perplejo cuando se pregunta cómo debe dirigirse a Dios desde la tierra y sus campos llenos de cizaña. Siente su oración como una mezcla impura de trigo y cizaña que no se puede presentar así ante Dios. 

Entonces «el Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad»; él sabe cómo debe ser nuestra oración al Padre y la pronuncia en lo profundo de nuestros corazones. Por eso el Padre oye, cuando escucha nuestra oración, no solamente a su propio Espíritu, sino una unidad indisoluble de nuestro corazón con él. Y de esta unidad el Padre sólo oye lo que es correcto, lo que nos conviene. Y nosotros estamos presentes en ello. Nosotros rezamos en el Espíritu, pero al mismo tiempo también con nuestra inteligencia. No es verdad que el Espíritu sea el trigo y nosotros simplemente la cizaña. 

Al final del evangelio de la cizaña mezclada con el trigo se produce una separación inexorable: la cizaña se arranca, se ata en gavillas y se quema; el trigo se almacena en el granero de Dios. La separación es necesaria porque nada impuro puede entrar en el reino del Padre. ¿Hay hombres que no son más que cizaña e impureza? El juicio al respecto le corresponde sólo a Dios. 

En la primera lectura, tomada del libro de la Sabiduría, se nos dice que Dios, en su «poder total», practica una justicia perfecta, pero que este poder ilimitado le lleva a gobernar con «indulgencia», con "clemencia", con «moderación»; y al mostrar esta su indulgencia a su pueblo, le enseña que «el justo debe ser humano». Y no sólo esto, sino que «diste a tus hijos la dulce esperanza de que, en el pecado, das lugar al arrepentimiento». 

Mons. Salvador Cisneros

Parroquia Santa Teresa de Ávila

 

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